Ya se apagaron los últimos ecos de las pasadas y entrañables fiestas de Navidad, Año nuevo y Reyes. Todo ha vuelto a la normalidad, entendiendo por normalidad el volvernos a acercar a la vida cotidiana, lejos de los excesos tanto culinarios como de largas veladas en familia, haciendo gala de ese apego a la noche y a trasnochar como característica de estas fiestas. Sin embargo, hemos compartido momentos entrañables con nuestra familia, así como con las personas que queremos y recíprocamente nos demuestran idénticos sentimientos. Igualmente han sido fechas para evocar a los seres queridos que ya desaparecieron.
Así mismo, según noticias que me llegan, celebro las buenas iniciativas
de la nueva Corporación Municipal de San Román, nuestro pueblo, en cuanto a potenciar
actividades navideñas: coral de villancicos, Reyes, etc. Todo ello contribuye a
mejorar un poco la calidad de la vida cultural en ese mundo rural y, a su vez, un
antídoto contra su despoblación.
Hemos iniciado un año nuevo, uno más, lo
que nos hace reflexionar sobre ello. Parece una incongruencia que celebremos un
año que se va y otro que llega sin darnos cuenta de que celebramos nuestra
temporalidad. Sé que voy a pasar por pesimista, pero la verdad es esta:
descorchamos cava, sidra brindando por el nuevo año y, mientras tanto,
poco a poco, sin darnos cuenta, el tiempo se escapa. Por mucho que nos entusiasmemos
de emociones durante la noche del último día del año, estamos componiendo nuestra
melodía al tiempo que se nos extingue, o que consumimos. La verdad, difícil de
aceptar, es que en términos existenciales todos somos efímeros y perecederos. Desde
el directivo de una gran empresa, al trabajador de oficina, desde el obrero menos
cualificado de una fábrica al empresario más rico, ante su Excelencia: el
tiempo, todos somos iguales.
Los seres
humanos en aquellos momentos que somos conscientes de esa temporalidad,
deseamos, ingenuamente, querer parar el tiempo en momentos de felicidad, y por
el contrario, los momentos de angustia y dolor queremos que pasen a gran
velocidad, actitud mediocre ya que el tiempo transcurre uniformemente, a
idéntica velocidad y sin admitir ningún tipo de pausa.
La gran omisión del hoy es pensar que
tenemos tiempo, en vez de darnos cuenta de que “nosotros somos el tiempo”. Uno
de los signos más visibles de esta demencia colectiva es la costumbre de
planificar el futuro mediante la celebración de júbilo. Para eso la publicidad consumista,
de hoy día, emplea infinidad de recursos para persuadirnos de nuestra
inmortalidad terrenal: los alimentos anti envejecimiento, la cirugía estética
que nos acerque a esa falsa eterna juventud y un largo etcétera, planificados
exclusivamente para lavarnos el cerebro, haciéndonos ver y creer que nuestro
destino está arribado exclusivamente a esta tierra.
Se trata de la enfermedad típica de la
sociedad de la abundancia, donde el consumismo nos insensibiliza ante la
percepción del tiempo que pasa ineludiblemente. Esta sociedad habla mucho sobre
los recursos energéticos renovables para un planeta en riesgo, aunque son pocas
las iniciativas que pone en práctica; lástima que pocos se preocupan por el
tesoro más valioso y menos renovable del hombre: el tiempo.
Un poema maravilloso del poeta portugués
Fernando Pessoa titulado: “De todo, quedaron tres cosas” complementa,
afianza y refuerza la reflexión del presente artículo.
"DE TODO, QUEDARON TRES COSAS"
La certeza de que estaba siempre comenzando,
la certeza de que había que seguir
y la certeza de que sería interrumpido
antes de terminar.
Hacer de la interrupción un camino nuevo,
hacer de la caída, un paso de danza,
del miedo, una escalera,
del sueño, un puente, de la búsqueda,… un encuentro.
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