lunes, 23 de abril de 2018

¡Así comenzamos a fumar de niños!


Los primeros cigarros



    Cuando teníamos 9 ó 10 años nos permitíamos, con algunos amigos del pueblo, nuestros primeros escarceos de fumar con el afán de ser mayores, o al menos eso es lo que nosotros creíamos, y siempre en los lugares más recónditos del pueblo: al abrigo de una escondida pared de alguna caseta de las eras, debajo de algún puente, o en alguna viña aprovechando la materia prima de sus hojas que nos permitía hacernos nuestras primeras picaduras gratis. Otras veces empleábamos: hoja de patata, palos que se habían humedecido en el río y que al secarse, como consecuencia de su putrefacción, se convertían en muy buenos combustibles; a estos palos los denominábamos "fumeques", con ellos simulábamos fumar puros, que era otra categoría de fumador. Otras veces, hacíamos los cigarros con unas hierbas que encontrábamos en las cunetas de los caminos y que llamábamos "meaperros".  Recuerdo que ante la escasez de papel envoltorio, uno de los asistentes, hijo de un factor ferroviario, llevaba siempre papel procedente de los recibos no premiados de la lotería jugada por su padre. Eso era un privilegio ya que la mayoría de las veces hacíamos los cigarros con “papel de estraza” o a lo sumo de periódicos. El “cum laude” de tal aprendizaje se obtenía si además de por la boca expulsabas el humo por la nariz, manifestándose, casi siempre, la correspondiente tos.

    En las fiestas de San Roque u otras nos permitíamos adquirir entre 2 ò 3 amigos una cajetilla de “BISONTE”, aprovechando que las propinas en fiestas eran un poco más generosas. El gran problema era el guardarlo, de un día para otro, oculto a los ojos de nuestros padres, mejor dicho de nuestras madres que eran las que controlaban más nuestra ropa y bolsillos. En los años de estudio de bachiller internos en los Padres Escolapios de Toro, aprovechábamos parte de los recreos para camuflarnos en los servicios y así fumarnos algún pitillo de aquellos que nosotros pusimos por nombre “12 letras”, aunque el verdadero nombre era de ”PENINSULARES” ¡Nuestra economía no daba para más! Ya de más mayores en el pueblo, y aun sin permiso paterno, practicábamos esa actitud furtiva en la penumbra del cine del Sr. Tirso Gallego, donde fumábamos involuntariamente casi todos los varones que asistíamos a determinada película. Madejas en espiral de humo se elevaban hasta el haz cónico de luz que iba desde la máquina proyectora hasta la pantalla, en una ambiente irritante y tusígeno. 

    Muy pocas mujeres en nuestros pueblos fumaban en público y las  que lo hacían limitaban su acción a ámbitos privados muy restringidos. No estaba bien visto, aunque ahora ocurre todo lo contrario. Sólo las veíamos en el cine. Así que este protocolo de iniciación humeante correspondía a  los varones, como beber aquel coñac “Soberano” que era cosa de hombres. Aún faltaba tiempo y sobraba machismo en los medios de comunicación y en la sociedad para despojarse de estos prejuicios, aunque en el caso del tabaco maldita falta que hacía. 

    La publicidad nos presentaba el fumar como un símbolo de hombría y conquista. Apuestos vaqueros americanos  curtidos  en plena naturaleza cruzando a caballo ríos de diáfanas aguas con sus reses y la música trepidante de  “Los siete magníficos”, Sarita Montiel esperando sensual tras los cristales de alegres ventanales al hombre amado, a Humphrey Bogart, apuesto galán, no le faltaba  el cigarro en la boca o en la mano.

    En aquella época el humo campaba a sus anchas por gargantas y lugares públicos, igual veías a un varón bailando en pareja con el cigarro en la boca cerca de los ojos de la compañera, que al médico en sus visitas con la ceniza a punto de caer sobre el pecho del enfermo mientras le auscultaba, o al maestro contaminando el aula con 40 alumnos.

    Obtener el permiso para fumar por primera vez delante del padre era algo parecido a una investidura, solía coincidir con la finalización del cumplimiento del “servicio militar”. Suponía la madurez, una puesta de largo varonil y humosa que permitía el acceso al mundo adulto a través de cortinas de humo ¡Ya ven qué conclusión más engañosa!

    Aun recuerdo, una vez terminada la mili, el día de mi petición formal de fumar delante de mi padre. Con una solicitud oral y un poco temerosa recibí la autorización como respuesta con las siguientes palabras: “Anda, ya puedes hacerlo”. A partir de ese momento me olvidé de hacerlo en lugares ocultos de la casa: como corral, cuadras, cochera, etc. De esta forma y en aquel instante el que antes era un mozalbete, sin dejar de serlo, quedó convertido en adulto por el reconocimiento que suponía en aquellos tiempos poder fumar sin tener que esconderse. ¡Vaya conquista!

    En la actualidad, llevo afortunadamente sin fumar 25 años. Con gran esfuerzo y mucha voluntad pude vencer tal dependencia hacia aquella nociva atracción.