No es lo mismo la soledad deseada por nosotros mismos, que la
soledad que las circunstancias de la vida y la sociedad nos impone. Esa soledad elegida resulta enriquecedora y
favorable para nuestro desarrollo personal, para meditar, en silencio, sobre nuestros
comportamientos con los demás, así como las decisiones a tomar.
Hoy, vamos a tratar de esa
soledad no elegida por nosotros que la edad y la sociedad nos la impone irremediablemente.
Esta soledad impuesta es considerada y denominada como “La epidemia del siglo XXI”, En cualquier caso y situación, la
soledad no deseada tiene graves consecuencias para la salud. Además de afectar
al bienestar psicológico de las personas, se asocia con peores niveles de
salud, tanto física como mental, y mayor riesgo de mortalidad, lo que, en las
etapas finales de vida, implica una peor calidad de vida, haciendo mella en la gente
mayor, entre los que me incluyo.
Este fenómeno creciente en esta época está
provocado, sobre todo, por el aumento de hogares unipersonales y nuevos tipos
de familias, pero nunca es por una sola causa y por eso intervienen otra serie
de circunstancias como pueden ser el descenso de la natalidad, la tendencia a
relaciones personales cada vez menos duraderas, matrimonios rotos, el paro o la
precariedad en el empleo y hasta la frenética vida en las grandes ciudades. El declive de la
familia, auténtica unidad esencial de la sociedad, tiene mucho que ver con la
epidemia de la soledad. Cada vez hay más divorcios, familias desestructuradas,
cuyo final pasa a convertirse en hogares unipersonales.
La soledad no deseada ya era un tema recurrente en los medios de
comunicación, y de forma diaria, muchos de los artículos consultados reflejan,
además, el impacto que ha tenido la pandemia del COVID-19 en este terreno, que
ha puesto de manifiesto la vulnerabilidad de las personas mayores.
Precisamente, para mantenerlas a salvo, se las aisló y privó de la compañía,
del contacto con otras personas, de socializar… Nuestra cultura se rige por la convivencia física, y la carencia de esta se ha convertido en un aumento del riesgo.
Para hacer frente a este problema sería
necesario buscar soluciones por parte de instituciones públicas, ya sea a base
de psicólogos que reconforten tales sentimientos etc. Hay países en que los
gobiernos de turno, como el caso de Reino Unido que, preocupados por tal
epidemia, han establecido o creado un ministerio de “Soledad y Familia”. La
sociedad actual está marcada por las nuevas tecnologías, que, a veces, nos
aíslan, y los individualismos deben virar hacia el cuidado a los demás. Hay que
concienciar e involucrar al resto de la sociedad, incluyendo a los convecinos
de su entorno. Atajar el problema es una responsabilidad conjunta. El resto de
las personas también tenemos que ser un poco responsables de esta soledad que
sufren muchos ancianos, a los que, a veces, marginamos por razón de su avanzada edad.
¿Qué podemos hacer ante la soledad rural?
Hay muchas y diversas
actuaciones que pueden realizarse para prevenir y reducir los sentimientos de
soledad en el ámbito rural. Por un lado, estarían todas las actuaciones que
podríamos englobar en la prevención de la despoblación de zonas rurales (políticas, de
empleo, mejorar la fiscalidad, accesibilidad, transporte y conectividad), sin
personas disponibles físicamente es muy complicado establecer o crear relaciones, fomentar el
asociacionismo y aumentar los recursos comunitarios que favorezcan
el encuentro y la participación social (clubs sociales, comercios, zonas de
recreo, etc.). Los bares en el mundo rural, aunque no todos los pueblos tienen,
son los lugares de contacto, ocio y convivencia de la mayoría de sus
habitantes. Allí, aparte de tomar un vino, cerveza, café o refresco, también se
juega a las cartas (tute, mus etc.) A la hora de emprender una partida de
cartas no se debe marginar a los ancianos, que acudan allí, aunque manifiesten
pequeñas limitaciones en su mente. No ignorarlos, participando y compartiendo
con ellos esos juegos lúdicos. Creo que una actitud de rechazo fomenta el
aislamiento, la frustración y a la postre la soledad de ellos.
El
miedo a la soledad:
Todo el mundo tiene miedos, y es importante tenerlos,
a medida que crecemos nuestros temores cambian y el miedo a la soledad que siente un
adulto es el miedo al abandono que siente un niño, en diferentes escalas, pero
en los dos casos tiene que ver con una angustia provocada por algo imaginario.
Si no aprendemos a controlar ese miedo, lo hacemos nuestro, nos invade, y ello
trae tristeza, depresión, baja autoestima, desmotivación, incertidumbre y ansiedad, que influye en nuestro día a día, nos frena en la toma de decisiones y en el disfrute de pequeños placeres, nos distorsiona creándonos
un constante y perdurable malestar.