Antes, la mayoría de la gente de mi
generación, cuando éramos niños fuimos monaguillos alguna vez. Oficio éste que
realizábamos en los albores de nuestra temprana edad. Era una participación de
ayuda al sacerdote en determinados cultos y a la vez imprimía en nosotros un
espíritu de apariencia, ante los demás, ya que nos considerábamos más mayores
al ser capaces de realizar tal cometido.
Al principio, nuestra inexperiencia hacía
que dependiéramos de las indicaciones de los monaguillos ya veteranos. Podíamos
decir que era una responsabilidad o cometido que se iba aprendiendo a través de
la observación e imitación a los más mayores, pero una vez que cogíamos experiencia,
no había problema para realizar las tareas propias del “monaguillo”, entre
otras: acercar el incensario y la naveta con el incienso, acercar la jarra de
agua para el ritual del lavado de manos, las vinajeras con el agua y el vino
para la Consagración, tocar la campañilla en los momentos oportunos, cuándo
sentarse, arrodillarse y cómo acompañar al sacerdote portando la bandeja en el
momento de “dar” la Comunión. También éramos unos privilegiados que, sin
embargo, abusando de nuestra condición, nos bebíamos de vez en cuando el vino
dulce de las vinajeras sin consagrar, por supuesto, lo que suponía, cuando
éramos descubiertos, una reprimenda por parte del cura.
Participábamos los monaguillos ayudando
al oficiante, nosotros decíamos “vamos a ayudar a Misa”, en una época
donde la misa era la Tridentina, oficiada exclusivamente en latín.
Al principio, nuestra inexperiencia hacia que dependiéramos de la indicaciones
de los monaguillos ya veteranos. El sacerdote oficiaba en latín (nosotros
contestábamos sin saber lo que decíamos, porque desconocíamos por completo el
latín) y en la cual el sacerdote estaba en su mayor parte de espaldas a los
feligreses, salvo los saludos y las lecturas que las hacía de cara a ellos. La
Misa no comenzaba en el Altar, sino en las escaleras de subida al Altar, con el
“Introito”. Recuerdo aquellas incomprendidas palabras resonando en aquel
silencio y el alto techo de la iglesia de nuestro pueblo.
Gracias al Concilio Vaticano II, iniciado
por el Papa Juan XXIII, tan silenciado en estos días, pasamos a la apertura del
castellano y altar en el centro, lo que permitió abrir nuestras mentes con
una participación más cercana al oficiante, y además se introdujeron nuevas
canciones como: “Tu palabra me da vida”, Pescador de hombres”, “Vaso nuevo“,
“Qué alegría cuando me dijeron”, “Una espiga dorada por el sol”, “No podemos
caminar” etc., considerando las canciones como otra forma de orar.
Nuestras funciones no consistían
exclusivamente en la sencilla y rutinaria tarea de ayudar a misa. Debíamos
también tocar a misa, aunque esto lo hacían generalmente los chavales mayores.
Una de las funciones más singulares del monaguillo era la de acompañar al cura en los entierros, igualmente
participábamos en las bodas y bautizos; en una palabra aprendimos a discernir
estados de tristeza de otros de alegría. Refiriéndonos a bodas y bautizos, al terminar la ceremonia acechábamos a padres y padrinos en
busca de alguna propina que pudiera mejorar aquellas humildes economías, como
premio a nuestra participación como acólitos. También nos llegaba alguna moneda
de 10 céntimos a la semana aportada por el cura, aunque dicho emolumento
dependía de la generosidad de éste.
En
la sacristía nos esperaban, para los grandes días de fiesta litúrgica, las
sotanas rojas y los roquetes blancos que nos revestíamos para salir en
procesión. Tres monaguillos íbamos delante, uno portando la Cruz y los otros un candelabro
alto cada uno. Detrás iba otro monaguillo, con la naveta e incensario,
acompañando al sacerdote.
Recuerdo que existía en la sacristía un
atril de madera que sólo se usaba en los funerales y que se cubría de un
ornamento negro para tales oficios. Era tradición que las distintas generaciones
de monaguillos escribieran allí, a lápiz, su nombre. Siempre me sorprendió la
permisividad del cura que hacía “oídos sordos” ante tal hecho. A
veces, pienso que tal tolerancia podía ser un gesto de agradecimiento ante servicios prestados, o tal
vez por motivos estadísticos, donde quedara reflejado las distintas generaciones de monaguillos que
habían colaborado con nuestra parroquia.
Decía más arriba, que balbuceábamos un latín tosco, sin saber lo que decíamos: ”Et
cum spiritu tuo”, “Gloria tibi Domine”, “Deo Gracias”, “Amen” etc.., pero si
aprendí el significado de palabras como: alba,
amito, casulla, capa pluvial, roquete, estola, hisopo, incensario, naveta,
birrete, crisma, misal, ambón, cáliz, patena, atril, palio, ángelus, vísperas, sacristía,
ánimas, etc. Son historias que forman parte de mi infancia, como evocación
de aquel muchacho de pueblo que fui.
Ahora apenas hay monaguillos que
colaboren con los sacerdotes en la celebración de la Santa Misa, así como en la
administración de los sacramentos, actividad infantil que está en extinción. En
la actualidad parece que está resurgiendo en algunas iglesias dicha participación
infantil, dando paso a la incorporación de niñas como monaguillas.
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