Se cree que el oficio de zapatero pueda tener una antigüedad de unos 15.000
años, siendo una de las primeras profesiones que nació con el ser humano.
Consiste en la fabricación y reparación del calzado de forma
totalmente artesanal, y principalmente con cuero. En el caso de los que
fabricaban nuevos zapatos, eran conocidos como maestros zapateros; y aquellos
que reparaban el calzado, como zapateros remendones o zapateros viejos.
La formación de los zapateros se realizaba desde temprana
edad, a partir de la dinámica maestro-aprendiz. Algunos niños asistían, a la
edad de 12 ó 13 años, a los a los talleres de los maestros zapateros para
aprender dicha profesión Los gremios y
los talleres familiares fueron durante mucho tiempo los espacios de instrucción
de las nuevas generaciones de zapateros, los cuales aprendían desde esa edad
temprana.
Como no recordar aquellos antiguos zapateros, profesión hoy muy extinguida
por dos causas principales. La primera sería que al mejorar la sociedad el
nivel de vida cualquier calzado descosido ya no se repara se tira a la basura y
la segunda es el uso actual de zapatillas deportivas. En los tiempos actuales
no se apura tanto ni la ropa ni el calzado.
Era digno de ver aquellos hombres con un mandilón de cuero colgado al
cuello, sentados siempre alrededor de una pequeña mesa cosiendo para reparar o
fabricar calzado. Los actuales zapateros han ido olvidando la aguja
sustituyéndola por cola de contacto.
Una habitación de la planta baja de la casa de estos laboriosos artesanos la destinaban para ejercitar
este meritorio trabajo. Aun recuerdo, en aquellos
pequeños talleres, aquel olor a cuero que
caracterizaba aquellos aposentos, también a líquidos colorantes, a cera,
a olor intenso y penetrable a betún, unido a una diversidad de olores de los
zapatos de los clientes que esperaban su reparación. Toda esta malgama de
olores creaba una atmósfera característica, que lejos de su rechazo, disfrutábamos
los niños cuando nuestras madres nos mandaban, casi siempre, a llevar calzado
en mal estado al taller del zapatero. La recogida la hacían éllas para pagar la
minuta de tan laboriosa tarea.
Los zapatos viejos a reparar permanecían, unidos todos, formando un montón
en un rincón en total desorden, esperando pasar, un día determinado, a las
manos del reparador. Admirábamos como el zapatero identificaba la propiedad de
cada uno de ellos. Parecía que aquellos
viejos y destartalados zapatos se comunicaban con el artista por medio de un
lenguaje especial.
Trabajaba sentado en una silla baja, con el delantal ya mencionado, casi
siempre impregnado de manchas negras y rojas producidas por el contacto diario
con los tintes característicos de cada zapato. Exteriorizaba algún que otro
corte en sus manos, tal vez provocado
por descuidos de la afilada y larga cuchilla con la que cortaba el
cuero. Trabajaba alumbrado por una bombilla colgada del techo que proyectaba
una escasa luz sobre la pequeña mesa.
Me asombraba ver aquella pequeña mesa donde trabajaba, la que poseía pequeños
compartimentos donde distribuía: tachuelas y clavos de distintas medidas, piezas
de metal en forma de media luna que servían para que no se desgataran las
punteras de las suelas y tacones y que emitían un característico sonido al
andar. Recuerdo que de niños si nos las ponían en las botas, los compañeros nos
decían: ¡Te han puesto herraduras!. Tal vez, buscando un símil irónico con las
caballerías. La diminuta mesa, también contenía leznas de distintos tamaños
para poder perforar el duro cuero y dar paso a la aguja que cosía. Para la
costura empleaba hilos de bramante que impregnaba con alguna cera y así conseguir
una mayor resistencia de éstos, que pasaban a llamarse cavos.
Otra herramienta que utilizaba, aparte del martillo un poco achatado y las
tenazas era la horma. La horma era un extraño artefacto capaz de hacer más
grandes las botas, casi siempre de los niños. El objetivo era conseguir un número
más para así alargar el aprovechamiento de éstas en consonancia con el
crecimiento del pie. Cuando había hermanos menores, estando aun utilizables, no
se requería la función de la horma.
Así eran aquellos zapateros de mis tiempos donde no
faltaba algún tertuliano que acompañaba al maestro mientras ejercía
su trabajo. “Zapatero a tus zapatos” o “Con ellos ando”, frases las dos muy
utilizadas y que se perderán con el tiempo como se están extinguieron los
zapateros. Sirvan estas líneas como homenaje a estos artesanos y abnegados
hombres que dejaron huella en nuestro pueblo.
Como no recordar al Sr. José el zapatero, que tenía su taller y vivienda en
la plaza de la “Anchura”, al Sr. Aquiles que vivía y trabajaba en una casa que
hacía esquina con “Carreiglesia”, hoy
llamada de D. Juan Mora Garzón, también recuerdo a un zapatero mudo que montó
su taller en casa de la Sra. “Chamena”, también llamada la “Chata”. Al parecer
se estableció en San Román durante algunos años por ser su esposa sobrina de la
anterior. Cuando no existía ningún zapatero en San Román venía, los domingos,
un zapatero ambulante de Morales para
entregar los ya reparados y recoger los de reparar.
Aún recuerdo a la tía “Chamena”, que vivía en “Cantarranas”, aunque hablar
de élla sería salirnos un poco del tema, creo que personaje tan peculiar bien
merece su mención. Era soltera y sobrevivía haciendo alguna faena del campo:
recogía leña, ataba manojos y sus últimos años fue enterradora, pero no como
empleada municipal de tal puesto, hacía tal actividad por libre sobreviviendo
de las propinas que las familias la daban. Era, según ella decía, sobrina de D.
Bernardo Barbajero, aquel deán de la catedral de Madrid, - biografía que reflejamos
en otro artículo en este blog- aunque fue desheredada de la herencia de éste
al morir. Nunca entendimos el enigma de tal comportamiento en persona tan
filántropa como D. Bernardo, tal vez, fuera a causa de que la “Chamena” era
anticlerical y poco creyente. Por todo ello, cuando hablaba de su tío le decía
de todo menos sus virtudes.
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