Desde un tiempo acá, he tenido
verdadera adicción a recopilar todo tipo de documentos que hicieran alusión a
nuestro pueblo. Hoy encuentro, entre ellos, una fotocopia de un documento a
modo de relato de algún viajero que visitaba algunos pueblos de nuestra
provincia, entre ellos el nuestro, sobre los años 60. Aunque no recuerdo como
llega a mis manos ni el nombre de tal viajero, al considerarlo anecdótico y
estimable en aquella época y con un estilo de contar muy similar al de Camilo José
Cela en su “Viaje a la Alcarria”. Viajeros de entornos distintos: uno lo
realiza sobre la provincia de Valladolid y el otro en la provincia de
Guadalajara, concretamente sobre la comarca de la Alcarria, pero ambos reflejan
con sencillez la fisonomía de esa España rural de la postguerra; es por lo que tengo
a bien publicarlo en nuestro “blog”:
En la
polvorienta Plaza Mayor de San Román de Hornija los mozos del 60 han plantado
un “mayo” altísimo, en cuyo penacho de ramaje cuelga un grajo muerto. Allí
cerca un vendedor ambulante ha detenido su fementida furgoneta a la sombra,
para exponer su modesta mercancía: piezas de tela burda, trajes hechos de niño,
retales, artículos de mercería. A su alrededor regatean las mujeres del pueblo.
El hombre cierra el trato con una de las compradoras:
-¡Bueno, la dejo el lote en setenta y ocho pesetas; pero ni una
menos.
La compradora accede,
aunque expresa una duda:
- ¿Y como pago yo esas pesetas? Porque yo sólo entiendo las
cuentas por billetes.
- Verá, usted me da un billete de cien y tres pesetas más;
entonces yo la devuelvo un billete de veinticinco pesetas, y ya está hecha la
cuenta.
- Pero el billete de cien es más que setenta y ocho pesetas, no
lo entiendo bien.
- Es que yo la devuelvo uno de veinticinco.
- ¿Cuándo?
El vendedor
alza los brazos y aprieta los dientes.
-¡Ahora mismo señora! Para arreglarlo de una vez, tome usted las
veinticinco pesetas por delante.
La alarga el
billete de cinco duros, que aquella toma con satisfacción, y entonces entrega
el de cien más tres pesetas rubias. La compradora comenta:
- Bueno, así ya es otra cosa.
Don Adolfo, el cura párroco, nos lleva a la iglesia. Un templo erigido en parte del monasterio que fundó Chindasvinto hacia el año 650, para que en él reposaran los huesos de Reciberga, su mujer. En el retablo del altar mayor sobresale un cuadro de gran tamaño, oscuro, de escaso mérito, pintado en el año 1797, que representa el horroroso martirio de San Román, a quien clavaron agudos garfios, le cortaron la lengua, pasándole después por la hoguera, para estrangularle finalmente.
La pila de
agua bendita es artística y de gran interés. Se trata de dos capiteles del
anterior monasterio, unidos por los collares. El capitel superior está labrado
de modo semejante al corintio. Sirvió de pila para lavar ropa durante muchos
años, hasta que fue rescatada para la parroquia. De la misma época que estos
capiteles es una delgada columna que sostiene el púlpito, debajo del cual hay
un pozo en el que mana agua fina y fresquísima.
En la capilla
del Cristo de la Red se guarda un monumento histórico importante: las tumbas de
Chindasvinto y Reciberga. Los restos del rey y la reina permanecen guardados en
una urna de alabastro, oculta por unos tableros dados de yeso y mal pintados.
El sepulcro es, al menos exteriormente, no solo sobrio, sino pobre. En la pared
aparece adosada una lápida de mármol negro, en la cual con letras doradas, se
escribieron unos hexámetros, que bien pudiera haberlos compuesto el propio
Chindasvinto. Son unos versos bellísimos que el sacerdote lee dulce,
lentamente, con la más adecuada música de fondo: el canto de los pájaros
posados en las acacias del jardín frontero al templo. El poeta dice que si
pudiera rescatar la muerte con oro y joyas, nada podría quebrar la vida de los
reyes, aunque en conclusión inmediata es que ni el dinero redime a los reyes,
ni el llanto a los necesitados, por lo que se limita a invocar a la amada
Reciberga, con la que se reunirá “cuando la llama voraz queme la tierra”.
A la salida de
la iglesia, el sacerdote nos hace notar que, arrimados a las casas, a manera de
poyos, hay un gran número de fustes que indudablemente lo fueron de las
columnas del monasterio. Así se da en San Román el inesperado acontecimiento de
que los vecinos tomen el sol, o el aire, descansando sobre los vestigios de un
templo godo. También alguien nos comenta, con dolor, que ya hace muchos años,
un anticuario alemán compró lo que no tenía precio: la espada y la cota de
malla de Chindasvinto, aunque la noticia es posible que sea un rumor con escaso
fundamento. Todo lo antes expuesto es fruto del expolio a que ha sido sometido
el citado monasterio.
Hoy San Román
es en la provincia, y aun en la región, uno de los puntos cardinales del vino.
El de San Román, es un tinto, oscuro, purpureo, como zumo de moras, un vino que
roza vigorosamente el paladar tal si contuviera algo sólido, merecedor de los
elogios más altos por su calidad. Por eso las bodegas, algo alejadas del casco
urbano, tienen para los de San Román tanta importancia como su propio
pueblo.
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