Tener que tocar este tema, en principio, me sobrecoge y entristece, pero
nada más real que la muerte con todas las connotaciones que encierra dicha
palabra. Todos somos conscientes de que el trance de la desaparición de este
Mundo a todos nos afectará más pronto o más tarde, por tanto ¿por qué hemos
de rehusar el hablar de ella? Todos los pueblos, desde la antigüedad, han
tenido distintos comportamientos ante ésta. Yo sólo quiero recordar aquí las
impresiones y recuerdos de la muerte y todo lo que conllevaba, vistas por un
niño en los albores de su infancia, tiempos atrás, en su pueblo (San Román de Hornija).
Recuerdo la cantidad de entierros de niños que había; era muy frecuente, la
mayoría lactantes que morían ante el más mínimo problema infeccioso o por
cualquier otra enfermedad o epidemia. Hemos de aclarar que aun no se utilizaba
la “penicilina” en España y menos en aquel mundo rural. Su utilización fue el
antídoto para la curación de todo proceso infeccioso en la etapa infantil. Me
resultaba muy triste ver aquellos diminutos ataúdes blancos portados, casi
siempre, por otros niños de 7 ó 8 años desde el domicilio, iglesia y el
cementerio. El anuncio de tal fallecimiento se llevaba a cabo por medio de unas
campanas diminutas que llamábamos “Pascualejas”,
situadas y orientadas al sur de aquella
torre campanario, que tañían un sonido menos grave y triste que las que
anunciaban la muerte o desaparición de adultos. No terminaba de entender, como
la desaparición de un niño podía ser menos triste que la de un adulto. A mí me
afloraban sentimientos de pena el ver que una vida, recién iniciada, fuera sesgada
irremediablemente a causa de sus pobres y pequeñas defensas.
El tiempo que el difunto permanece entre nosotros, antes de su
entierro, lo llamamos velatorio. La finalidad del velatorio del difunto
es acompañar y
reconfortar a los más allegados de éste. Solía durar de 24 a 48 horas y,
entonces en los pueblos no se llevaba a cabo en las salas especiales actuales que
llamamos “tanatorios”; por el contrario, se realizaba en el domicilio donde
había vivido el difunto. Acudir al velatorio era un acto importante
e inexcusable ante los familiares del finado. Sólo la presencia ya era un gesto muy honrado y valorado.
Allí se acostumbraba a dar el pésame y acompañar a la familia próxima del
difunto. Su visita servía para reconfortar a la familia y acompañarla.
Durante el velatorio, los hombres estaban separados de
las mujeres. Las mujeres ocupaban la habitación donde permanecía la caja abierta
conteniendo al finado, rodeando a éste las más allegadas y en actitud plañidera;
es decir, exteriorizando los sentimientos de dolor mediante llantos,
acompañados de frases de lamentación ante tal pérdida. Los hombres, por el
contrario, permanecían en una habitación distinta y, sin exteriorizar tal dolor, daban rienda suelta a
conversaciones sobre distintos temas que daba de sí la noche de velatorio. Ya
entrada la madrugada sólo quedaban en la vivienda los más allegados.
Dada la gran concurrencia de personas que acudían a
cada velatorio, ¡asistía casi todo el pueblo! las vecinas, a modo de
solidaridad, aportaban sillas y taburetes para conseguir que todo acompañante
dispusiese de asiento ¿Qué casa podía disponer de tantos asientos para acoger tal
concurrencia a dicho domicilio? Así mismo, dichas vecinas, traían algún caldo o
café para reconfortar en calorías a la familia más afectada y cercana al difunto.
Era costumbre que, al acompañamiento del cadáver hasta la iglesia y después
al cementerio, sólo asistiesen los hombres. Las mujeres permanecían en casa del
difunto rezando y suavizando los llantos.
Al frente del cortejo fúnebre marchaba siempre un
monaguillo portando una cruz. Otro acólito caminaba al lado del sacerdote
llevando el hisopo de metal metido dentro de un recipiente con asa que contenía
el agua bendita (creo se llamaba “acetre”). El sacerdote iba revestido con
ornamentos negros. Les seguían el féretro a hombros de allegados jóvenes y en
primera fila iba la familia más directa del finado, a continuación el resto de
acompañantes. Al terminar la inhumación, todo el cortejo se dirigía a la puerta
del finado para dar la mano a los familiares varones, en señal de pésame. En la
actualidad el citado pésame se da en la Iglesia. Una vez oficiados los ritos
religiosos, toda la familia directa al finado, incluidas mujeres, se sitúa a la
altura del altar para recibir el pésame de los acompañantes; pero ahora con una
nueva fórmula llamada vulgarmente “el cabeceo”;
que consiste en desfilar, a una distancia prudencial, todos los acompañantes haciendo un gesto de cabeza que se interpreta como una afirmación de unión a la familia ante tal pérdida.
Formula más rápida y llevadera que la anterior.
Los enterramientos se hacían en
tierra y cuando la fosa comenzaba a ser cubierta de tierra por el enterrador, era
costumbre que, muchos de los asistentes al entierro se acercaran a echarle un
puñado de tierra, previamente besada. Nunca supe el porqué, ni el origen de
esta costumbre, pero pienso que esta actitud emana de aquella séptima “Obra de Misericordia
Corporal”, que era la de “Enterrar a los muertos”. Encima de las respectivas
fosas se ponía una losa y una cruz, o una cruz sola, aunque no en todas. La
costumbre de los panteones familiares surgió mucho después en nuestro pueblo.
Y después el
luto… Luto según el diccionario de la Lengua: Es todo signo exterior de pena y
duelo en ropas, adornos y otros objetos, por la muerte de una persona y que se manifiesta en
el uso de ropa negra y determinados objetos y adornos. Los lutos se establecían también por categorías. Así
pues, dependiendo de la edad del difunto y del grado de parentesco, el luto
podía ser riguroso, o medio-luto. En ambos casos, para salir a la calle, era
costumbre en las mujeres cubrirse la cabeza con un velo o pañuelo negro anudado
al cuello; pero en los lutos rigurosos las mujeres aprovechaban para salir a la
calle solo a deshora y en caso de muy extrema necesidad.
Así pues, era muy común ver siempre a las mujeres
vestidas totalmente de negro, mientras que en los hombres se observaba el luto
en la chaqueta, la cual ostentaba un galón negro de unos ocho centímetros,
cosido y dándole la vuelta a una manga. Otros, en cambio, llevaban una chalina
negra al cuello, una corbata negra o un botón en la solapa, por supuesto negro.
Mientras duraba el luto se establecía una especie de cuaresma o penitencia
entre los habitantes de la casa, hasta tal punto, que las salidas quedaban
restringidas a sólo lo imprescindible, como también era norma de obligado
cumplimiento el no acudir a las fiestas o lugares públicos de diversión como a bares,
bailes, bodas, bautizos, o cualquier otro tipo de eventos o acontecimientos. Así
mismo, el blanqueo de la casa “embarrado”
quedaba pospuesto a la fecha en que se pasara al medio luto, cuando
transcurrieran, al menos, dos o tres años. En las casas donde había radio se
quitaba de la vista de las posibles visitas llevándola al sobrado o cámara y cubriéndola
con un paño negro. Al paso de las procesiones o festejos la casa se cerraba,
incluidas todas las puertas, ventanas y balcones, dando señal de que los deudos
del difunto no estaban para celebraciones. Así mismo, se prescindía de macetas
o tiestos que ornamentaran ventanas o balcones. Recuerdo ver talar un joven
árbol que había en la portada de una casa por tales circunstancias. Estos
comportamientos eran una lucha y oposición a todo aquello que pudiera
reconfortar a los dolientes un ápice de alegría.
Afortunadamente, hemos superado aquella España en blanco y negro del luto.
Esa rigurosidad del luto ha ido remitiendo y no por ello se sigue sintiendo
menos dolor ante la pérdida de un ser querido, ya que el dolor es algo
intrínseco en todo ser humano y que se manifiesta en sentimientos internos y no
sólo en aquellas apariencias externas. El doliente actual ha ido rompiendo las
formas y patrones que le vinculaban con aquel luto de antes, que muchas veces
eran manifestaciones y comportamientos “cara a la galería” y al temor a aquella
dura censura y reprobación de algunas gentes del pueblo.
Comentando, el pasado verano, el presente artículo con Maritere García Rico, seguidora de este blog, me comentaba una vivencia que ella recordaba en su niñez, relativa a los lutos en nuestro pueblo que yo desconocía y que creo merece resaltar:
ResponderEliminarElla de muy pequeña perdió a un hermano mayor y recuerda como en su casa se envolvió el llamador de la puerta con un trapo para impedir que sonara en su percusión. Este comportamiento refuerza aquellas actitudes ante el luto en aquella época de España. Ese inutilizar aquel llamador dejaba latente aquel comportamiento ante el recogimiento de la familia doliente, tratando de aislarse de aquel mundo exterior, simbolizado en un llamador, y que su uso pudiera deteriorar o aminorar esa actitud de luto y dolor ante lo acontecido.