Todos los que estuvimos alrededor del
calor de una lumbre en un hogar sabemos lo que esto significa, así como los
recuerdos que nos trae aquella lumbre encendida. Toda la vida de los hogares, en
el mundo rural, giraba en torno a la cocina y más concretamente de la lumbre.
Recuerdos imborrables de las familias sentadas alrededor de la lumbre, contando
historias, quizás algunas, mil veces recordadas. Recuerdo como los hombres,
las mujeres entonces no fumaban, encendían los cigarrillos cogiendo con las
tenazas un tizón incandescente, los “chisporroteos” que rápidamente se
esfumaban, así como acercar las manos a la lumbre y retirarlas frotándolas
vigorosamente para calentarlas.
Aquella lumbre era el único recurso para combatir
aquel frío intenso de entonces. Aun recuerdo, en tiempo de estudiante, aquellas
vacaciones de Navidad pasadas con mi familia en San Román. Empezabas éstas con
los chupetes de hielo que colgaban de los tejados, terminaba la Navidad y aun
permanecían inflexibles acompañando a aquellos tejados casi siempre blancos de
aquella época.
La cocina era el centro neurálgico de nuestra vida social y
familiar en aquella época, con la lumbre en el suelo y una chimenea ennegrecida por
el humo. Era el sitio más importante de la casa. Allí pasábamos mucho tiempo,
se recibían las visitas, se jugaba a las cartas, se comía, se contaban
atractivas historias y cuentos, y uno se olvidaba de que fuera de allí la vida transcurría.
En torno a la lumbre se hablaba de las faenas del campo y de lo que pasaba por
el pueblo. A veces oíamos el zumbido del viento soplar por la chimenea, un
escalofrío por la espalda nos corría y rápidamente atizábamos la lumbre con las
tenazas. En la lumbre, donde se quemaban manojos y cepas de vid, siempre había en
un lado un pote de hierro lleno de agua que se calentaba para uso cotidiano de ésta
en el hogar. Toda la familia se sentaba alrededor del fuego en escaños, sillas
bajas y los niños en banquetas
muy pequeñas que llamábamos tajuelas. Se procuraba dejar en los lugares
preferentes a nuestros abuelos.
En esa lumbre se cocían las alubias, los garbanzos,
patatas etc. siempre en pucheros de barro y lentamente, lo que hacía que tales
cocidos adquiriesen un sabor inigualable. Las “trébedes” se
colocaban encima de la llama para freír en sartenes lo que fuese. Colgado de
algún clavo siempre se encontraba el “fuelle”
que servía para avivar el fuego, así mismo, algunas veces, colgaba de la
chimenea alguna ristra de chorizos o algún jamón, quizás con el objetivo de que ese ambiente de calor y humo acelerasen
su curación. En la pared opuesta al fuego la “alacena” o “vasar”, rudimentarios
armarios con anaqueles en el que se colocaban los cubiertos, los platos, fuentes y alguna jarra.
Sobre la fregadera, pileta hecha
generalmente de cemento, se asentaba un escurreplatos.
Durante las largas noches de invierno los abuelos nos
contaban leyendas o hechos que habían ocurrido en el pueblo o limítrofes y que
se transmitían de generación en generación. Los niños, ante tales relatos, nos manteníamos absortos y con la mirada
puesta en esa llama imaginaria y misteriosa que generaba la lumbre.
Por las mañanas, para combatir el frío en la escuela,
los niños llevábamos “braserillas”. Se trataba de unos
recipientes pequeños que, a modo de brasero, portaban brasas con ceniza que
nuestras madres extraían de la lumbre. Las “braserillas” de los niños eran muy
rudimentarias ya que consistían en una lata grande de sardinas que nuestras
madres pedían vacía en la tienda. Nuestros padres ponían un alambre, a modo de
asa, cuyos extremos conectaban a dos agujeros realizados en la lata cilíndrica
antes citada. Las de las niñas eran más sofisticadas, coquetas y elegantes, se las
compraban en alguna ferretería de Toro. Eran de hierro y con forma de caja y
con tapadera. Hay que hacer notar que los hijos cuyos padres trabajaban en el
monte traían mejores “braserillas”
que los hijos de los labradores, ya que los primeros tenían más a su alcance la
encina, que producía mejor brasa que la de sarmiento o cepa de estos últimos.
A modo de anécdota: al salir de la escuela y con la “braserilla”
casi siempre apagada, la girábamos circularmente con ayuda del asa y, como
consecuencia de esa velocidad circular que generábamos, no caíamos nada de su
contenido. Tal experimento nos llenaba de gran satisfacción.
Ahora, los inviernos ya no son tan fríos y disfrutamos de mejores y eficientes métodos de calefacción y cocción de los
alimentos, sin embargo, añoramos aquella convivencia y calor familiar que se
vivía en torno a la lumbre.
Estrofas
sobre la lumbre en un Poema de Federico García Lorca:
"En la amplia cocina, la lumbre"
pinta todas las cosas de oro.
— ¡Ay qué triste es el cuento, abuelito!
—Abuelito, ¿Cómo iba vestida
esa del cuento
hermosa madrina?
— Con el manto
del dolor tan solo,
que es un manto muy negro y muy feo.
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