viernes, 1 de marzo de 2019

Los monaguillos



Yo también fui monaguillo



    Antes, la mayoría de la gente de mi generación, cuando éramos niños fuimos monaguillos alguna vez. Oficio éste que realizábamos en los albores de nuestra temprana edad. Era una participación de ayuda al sacerdote en determinados cultos y a la vez imprimía en nosotros un espíritu de apariencia, ante los demás, ya que nos considerábamos más mayores al ser capaces de realizar tal cometido. 

    Al principio, nuestra inexperiencia hacía que dependiéramos de las indicaciones de los monaguillos ya veteranos. Podíamos decir que era una responsabilidad o cometido que se iba aprendiendo a través de la observación e imitación a los más mayores, pero una vez que cogíamos experiencia, no había problema para realizar las tareas propias del “monaguillo”, entre otras: acercar el incensario y la naveta con el incienso, acercar la jarra de agua para el ritual del lavado de manos, las vinajeras con el agua y el vino para la Consagración, tocar la campañilla en los momentos oportunos, cuándo sentarse, arrodillarse y cómo acompañar al sacerdote portando la bandeja en el momento de “dar” la Comunión. También éramos unos privilegiados que, sin embargo, abusando de nuestra condición, nos bebíamos de vez en cuando el vino dulce de las vinajeras sin consagrar, por supuesto, lo que suponía, cuando éramos descubiertos, una reprimenda por parte del cura.

    Participábamos los monaguillos ayudando al oficiante, nosotros decíamos “vamos a ayudar a Misa”, en una época donde la misa era la Tridentina, oficiada exclusivamente en latín. Al principio, nuestra inexperiencia hacia que dependiéramos de la indicaciones de los monaguillos ya veteranos. El sacerdote oficiaba en latín (nosotros contestábamos sin saber lo que decíamos, porque desconocíamos por completo el latín) y en la cual el sacerdote estaba en su mayor parte de espaldas a los feligreses, salvo los saludos y las lecturas que las hacía de cara a ellos. La Misa no comenzaba en el Altar, sino en las escaleras de subida al Altar, con el “Introito”. Recuerdo aquellas incomprendidas palabras resonando en aquel silencio y el alto techo de la iglesia de nuestro pueblo.

    Gracias al Concilio Vaticano II, iniciado por el Papa Juan XXIII, tan silenciado en estos días, pasamos a la apertura del castellano y altar en el centro, lo que permitió abrir nuestras mentes con una participación más cercana al oficiante, y además se introdujeron nuevas canciones como: “Tu palabra me da vida”, Pescador de hombres”, “Vaso nuevo“, “Qué alegría cuando me dijeron”, “Una espiga dorada por el sol”, “No podemos caminar” etc., considerando las canciones como otra forma de orar.

    Nuestras funciones no consistían exclusivamente en la sencilla y rutinaria tarea de ayudar a misa. Debíamos también tocar a misa, aunque esto lo hacían generalmente los chavales mayores. Una de las funciones más singulares del monaguillo era la de acompañar al cura en los entierros, igualmente participábamos en las bodas y bautizos; en una palabra aprendimos a discernir estados de tristeza de otros de alegría. Refiriéndonos a bodas y bautizos, al terminar la ceremonia acechábamos a padres y padrinos en busca de alguna propina que pudiera mejorar aquellas humildes economías, como premio a nuestra participación como acólitos. También nos llegaba alguna moneda de 10 céntimos a la semana aportada por el cura, aunque dicho emolumento dependía de la generosidad de éste.

    En la sacristía nos esperaban, para los grandes días de fiesta litúrgica, las sotanas rojas y los roquetes blancos que nos revestíamos para salir en procesión. Tres monaguillos íbamos delante, uno portando la Cruz y los otros un candelabro alto cada uno. Detrás iba otro monaguillo, con la naveta e incensario, acompañando al sacerdote.

    Recuerdo que existía en la sacristía un atril de madera que sólo se usaba en los funerales y que se cubría de un ornamento negro para tales oficios. Era tradición que las distintas generaciones de monaguillos escribieran allí, a lápiz, su nombre. Siempre me sorprendió la permisividad del cura que hacía “oídos sordos” ante tal hecho. A veces, pienso que tal tolerancia podía ser un gesto de agradecimiento ante servicios prestados, o tal vez por motivos estadísticos, donde quedara reflejado las distintas generaciones de monaguillos que habían colaborado con nuestra parroquia. 

    Decía más arriba, que balbuceábamos un latín tosco, sin saber lo que decíamos: ”Et cum spiritu tuo”, “Gloria tibi Domine”, “Deo Gracias”, “Amen” etc.., pero si aprendí el significado de palabras como: alba, amito, casulla, capa pluvial, roquete, estola, hisopo, incensario, naveta, birrete, crisma, misal, ambón, cáliz, patena, atril, palio, ángelus, vísperas, sacristía, ánimas, etc. Son historias que forman parte de mi infancia, como evocación de aquel muchacho de pueblo que fui.

    Ahora apenas hay monaguillos que colaboren con los sacerdotes en la celebración de la Santa Misa, así como en la administración de los sacramentos, actividad infantil que está en extinción. En la actualidad parece que está resurgiendo en algunas iglesias dicha participación infantil, dando paso a la incorporación de niñas como monaguillas.

viernes, 1 de febrero de 2019

Oficios que desaparecieron en nuestro pueblo -3 -



    Se cree que el oficio de zapatero pueda tener una antigüedad de unos 15.000 años, siendo una de las primeras profesiones que nació con el ser humano. 

     Consiste en la fabricación y reparación del calzado de forma totalmente artesanal, y principalmente con cuero. En el caso de los que fabricaban nuevos zapatos, eran conocidos como maestros zapateros; y aquellos que reparaban el calzado, como zapateros remendones o zapateros viejos. 

    La formación de los zapateros se realizaba desde temprana edad, a partir de la dinámica maestro-aprendiz. Algunos niños asistían, a la edad de 12 ó 13 años, a los a los talleres de los maestros zapateros para aprender dicha profesión  Los gremios y los talleres familiares fueron durante mucho tiempo los espacios de instrucción de las nuevas generaciones de zapateros, los cuales aprendían desde esa edad temprana.

    Como no recordar aquellos antiguos zapateros, profesión hoy muy extinguida por dos causas principales. La primera sería que al mejorar la sociedad el nivel de vida cualquier calzado descosido ya no se repara se tira a la basura y la segunda es el uso actual de zapatillas deportivas. En los tiempos actuales no se apura tanto ni la ropa ni el calzado.

    Era digno de ver aquellos hombres con un mandilón de cuero colgado al cuello, sentados siempre alrededor de una pequeña mesa cosiendo para reparar o fabricar calzado. Los actuales zapateros han ido olvidando la aguja sustituyéndola por cola de contacto.

    Una habitación de la planta baja de la casa de estos laboriosos  artesanos la destinaban para ejercitar este  meritorio trabajo.  Aun recuerdo, en aquellos pequeños talleres, aquel olor a cuero que  caracterizaba aquellos aposentos, también a líquidos colorantes, a cera, a olor intenso y penetrable a betún, unido a una diversidad de olores de los zapatos de los clientes que esperaban su reparación. Toda esta malgama de olores creaba una atmósfera característica, que lejos de su rechazo, disfrutábamos los niños cuando nuestras madres nos mandaban, casi siempre, a llevar calzado en mal estado al taller del zapatero. La recogida la hacían éllas para pagar la minuta de tan laboriosa tarea.

    Los zapatos viejos a reparar permanecían, unidos todos, formando un montón en un rincón en total desorden, esperando pasar, un día determinado, a las manos del reparador. Admirábamos como el zapatero identificaba la propiedad de cada uno de ellos. Parecía  que aquellos viejos y destartalados zapatos se comunicaban con el artista por medio de un lenguaje especial. 

    Trabajaba sentado en una silla baja, con el delantal ya mencionado, casi siempre impregnado de manchas negras y rojas producidas por el contacto diario con los tintes característicos de cada zapato. Exteriorizaba algún que otro corte en sus manos, tal vez  provocado por descuidos de la afilada y larga cuchilla  con la que cortaba el cuero. Trabajaba alumbrado por una bombilla colgada del techo que proyectaba una escasa luz sobre la pequeña mesa.

    Me asombraba ver aquella pequeña mesa donde trabajaba, la que poseía pequeños compartimentos donde distribuía: tachuelas y clavos de distintas medidas, piezas de metal en forma de media luna que servían para que no se desgataran las punteras de las suelas y tacones y que emitían un característico sonido al andar. Recuerdo que de niños si nos las ponían en las botas, los compañeros nos decían: ¡Te han puesto herraduras!. Tal vez, buscando un símil irónico con las caballerías. La diminuta mesa, también contenía leznas de distintos tamaños para poder perforar el duro cuero y dar paso a la aguja que cosía. Para la costura empleaba hilos de bramante que impregnaba con alguna cera y así conseguir una mayor resistencia de éstos, que pasaban a llamarse cavos.

    Otra herramienta que utilizaba, aparte del martillo un poco achatado y las tenazas era la horma. La horma era un extraño artefacto capaz de hacer más grandes las botas, casi siempre de los niños. El objetivo era conseguir un número más para así alargar el aprovechamiento de éstas en consonancia con el crecimiento del pie. Cuando había hermanos menores, estando aun utilizables, no se requería la función de la horma.     

    Así eran aquellos zapateros de mis tiempos donde no faltaba  algún tertuliano que acompañaba al maestro mientras ejercía su trabajo. “Zapatero a tus zapatos” o “Con ellos ando”, frases las dos muy utilizadas y que se perderán con el tiempo como se están extinguieron los zapateros. Sirvan estas líneas como homenaje a estos artesanos y abnegados hombres que dejaron huella en nuestro pueblo. 
  
    Como no recordar al Sr. José el zapatero, que tenía su taller y vivienda en la plaza de la “Anchura”, al Sr. Aquiles que vivía y trabajaba en una casa que hacía  esquina con “Carreiglesia”, hoy llamada de D. Juan Mora Garzón, también recuerdo a un zapatero mudo que montó su taller en casa de la Sra. “Chamena”, también llamada la “Chata”. Al parecer se estableció en San Román durante algunos años por ser su esposa sobrina de la anterior. Cuando no existía ningún zapatero en San Román venía, los domingos, un zapatero  ambulante de Morales para entregar los ya reparados y recoger los de reparar.

    Aún recuerdo a la tía “Chamena”, que vivía en “Cantarranas”, aunque hablar de élla sería salirnos un poco del tema, creo que personaje tan peculiar bien merece su mención. Era soltera y sobrevivía haciendo alguna faena del campo: recogía leña, ataba manojos y sus últimos años fue enterradora, pero no como empleada municipal de tal puesto, hacía tal actividad por libre sobreviviendo de las propinas que las familias la daban. Era, según ella decía, sobrina de D. Bernardo Barbajero, aquel deán de la catedral de Madrid, - biografía que reflejamos en otro artículo en este blog- aunque fue desheredada de la herencia de éste al morir. Nunca entendimos el enigma de tal comportamiento en persona tan filántropa como D. Bernardo, tal vez, fuera a causa de que la “Chamena” era anticlerical y poco creyente. Por todo ello, cuando hablaba de su tío le decía de todo menos sus virtudes.

lunes, 7 de enero de 2019

Relato de un viajero a San Román en los años 60



Alguien que visitó nuestro pueblo



    Desde un tiempo acá, he tenido verdadera adicción a recopilar todo tipo de documentos que hicieran alusión a nuestro pueblo. Hoy encuentro, entre ellos, una fotocopia de un documento a modo de relato de algún viajero que visitaba algunos pueblos de nuestra provincia, entre ellos el nuestro, sobre los años 60. Aunque no recuerdo como llega a mis manos ni el nombre de tal viajero, al considerarlo anecdótico y estimable en aquella época y con un estilo de contar muy similar al de Camilo José Cela en su “Viaje a la Alcarria”. Viajeros de entornos distintos: uno lo realiza sobre la provincia de Valladolid y el otro en la provincia de Guadalajara, concretamente sobre la comarca de la Alcarria, pero ambos reflejan con sencillez la fisonomía de esa España rural de la postguerra; es por lo que tengo a bien publicarlo en nuestro “blog”:  


    En la polvorienta Plaza Mayor de San Román de Hornija los mozos del 60 han plantado un “mayo” altísimo, en cuyo penacho de ramaje cuelga un grajo muerto. Allí cerca un vendedor ambulante ha detenido su fementida furgoneta a la sombra, para exponer su modesta mercancía: piezas de tela burda, trajes hechos de niño, retales, artículos de mercería. A su alrededor regatean las mujeres del pueblo. El hombre cierra el trato con una de las compradoras:

-¡Bueno, la dejo el lote en setenta y ocho pesetas; pero ni una menos.

La compradora accede, aunque expresa una duda:

- ¿Y como pago yo esas pesetas? Porque yo sólo entiendo las cuentas por billetes.

- Verá, usted me da un billete de cien y tres pesetas más; entonces yo la devuelvo un billete de veinticinco pesetas, y ya está hecha la cuenta.

- Pero el billete de cien es más que setenta y ocho pesetas, no lo entiendo bien.

- Es que yo la devuelvo uno de veinticinco.

- ¿Cuándo?

El vendedor alza los brazos y aprieta los dientes.

-¡Ahora mismo señora! Para arreglarlo de una vez, tome usted las veinticinco pesetas por delante.

La alarga el billete de cinco duros, que aquella toma con satisfacción, y entonces entrega el de cien más tres pesetas rubias. La compradora comenta:

- Bueno, así ya es otra cosa. 


    Don Adolfo, el cura párroco, nos lleva a la iglesia. Un templo erigido en parte del monasterio que fundó Chindasvinto hacia el año 650, para que en él reposaran los huesos de Reciberga, su mujer. En el retablo del altar mayor sobresale un cuadro de gran tamaño, oscuro, de escaso mérito, pintado en el año 1797, que representa el horroroso martirio de San Román, a quien clavaron agudos garfios, le cortaron la lengua, pasándole después por la hoguera, para estrangularle finalmente.

    La pila de agua bendita es artística y de gran interés. Se trata de dos capiteles del anterior monasterio, unidos por los collares. El capitel superior está labrado de modo semejante al corintio. Sirvió de pila para lavar ropa durante muchos años, hasta que fue rescatada para la parroquia. De la misma época que estos capiteles es una delgada columna que sostiene el púlpito, debajo del cual hay un pozo en el que mana agua fina y fresquísima.

    En la capilla del Cristo de la Red se guarda un monumento histórico importante: las tumbas de Chindasvinto y Reciberga. Los restos del rey y la reina permanecen guardados en una urna de alabastro, oculta por unos tableros dados de yeso y mal pintados. El sepulcro es, al menos exteriormente, no solo sobrio, sino pobre. En la pared aparece adosada una lápida de mármol negro, en la cual con letras doradas, se escribieron unos hexámetros, que bien pudiera haberlos compuesto el propio Chindasvinto. Son unos versos bellísimos que el sacerdote lee dulce, lentamente, con la más adecuada música de fondo: el canto de los pájaros posados en las acacias del jardín frontero al templo. El poeta dice que si pudiera rescatar la muerte con oro y joyas, nada podría quebrar la vida de los reyes, aunque en conclusión inmediata es que ni el dinero redime a los reyes, ni el llanto a los necesitados, por lo que se limita a invocar a la amada Reciberga, con la que se reunirá “cuando la llama voraz queme la tierra”.  

    A la salida de la iglesia, el sacerdote nos hace notar que, arrimados a las casas, a manera de poyos, hay un gran número de fustes que indudablemente lo fueron de las columnas del monasterio. Así se da en San Román el inesperado acontecimiento de que los vecinos tomen el sol, o el aire, descansando sobre los vestigios de un templo godo. También alguien nos comenta, con dolor, que ya hace muchos años, un anticuario alemán compró lo que no tenía precio: la espada y la cota de malla de Chindasvinto, aunque la noticia es posible que sea un rumor con escaso fundamento. Todo lo antes expuesto es fruto del expolio a que ha sido sometido el citado monasterio.

    Hoy San Román es en la provincia, y aun en la región, uno de los puntos cardinales del vino. El de San Román, es un tinto, oscuro, purpureo, como zumo de moras, un vino que roza vigorosamente el paladar tal si contuviera algo sólido, merecedor de los elogios más altos por su calidad. Por eso las bodegas, algo alejadas del casco urbano, tienen para los de San Román tanta importancia como su propio pueblo.   

miércoles, 19 de diciembre de 2018

Este blog cumple una década de existencia.


¡FELIZ NAVIDAD Y AÑO NUEVO 2019!



    Coincide el final del año con la fecha de nacimiento de este blog. Comenzamos con la primera publicación en Diciembre de 2008, lo que quiere decir que este año cumplimos una década. Se han publicado 114 artículos y el número de visitantes roza ya los 37500. Hemos conseguido los objetivos que nos propusimos aquel diciembre de hace 10 años: "Recopilar vivencias, cultura y anécdotas relacionadas con San Román de Hornija, nuestro pueblo, así como temas del presente. El presente de los pueblos es siempre fruto de un pasado y semilla para un futuro"

    Siempre he considerado esta Web abierta a colaboradores, ya que la experiencia de muchos enriquecería sus contenidos. Aunque no puedo negar algunas colaboraciones, no han llegado a ser éstas las que en un principio esperaba ¡Que Dios nos de salud e ilusión para poder dar continuidad este proyecto de: “San Román de Hornija en el tiempo”! al menos, por otra década.  

    Aprovecho, ante la proximidad de la Navidad, para enviar, desde aquí, los mejores deseos de felicitación para los que nos visitan, así como un próximo 2019 donde se hagan realidad nuestros proyectos y disfrutemos de una inmejorable salud.

    Aunque no llevaba lotería del Bar de la Plaza, ha sido para mi una satisfacción ver la noticia por televisión de que ha tocado en San Román, a casi todo del pueblo, un quinto premio de esa lotería de Navidad ¡Enhorabuena! Me vinculo a vuestra alegría. 






sábado, 1 de diciembre de 2018

El transcurrir el tiempo en nuestras vidas.


El tiempo no retorna






Reloj de la vida

No conseguimos que retorne









    Si de niño me hubieran preguntado cuan larga o corta era la vida para mí, no hubiera dudado en contestar que larga. Los días parecían interminables, tardaban en llegar los fines de semana, que eran los días de descanso y ocio, así como las vacaciones estivales. Hoy jubilado, apenas me percato de la cercanía, ¡Otra vez, de la Navidad!, pasan los años impetuosamente.
    Ahora de “setentón” mi manera de interpretar el reloj es muy diferente, me he dado cuenta de que en la medida que avanza la adultez, el tiempo pasa rápidamente, e inexorablemente. Los años se hacen más cortos. Vivir, que en un principio parecía eterno, ahora es tan corto que incluso la vida más longeva se ve corta cuando termina. Aquel tiempo que pasaba lentamente, cuando lo poseía con abundancia, ahora se ha marchado velozmente. Cuántas veces me aburrí en aquellos entonces, sobre todo durante los años en los cuales la vida parecía interminable y el tiempo tenía siempre caminos y posibilidades infinitas que ofrecerme.
    Muchas veces malgastamos el tiempo desperdiciando horas preciosas. Pasamos días, meses, años en espera de algún acontecimiento capaz de alterar nuestras vidas, vinculándonos mejor a nuestras pretensiones y proyectos, pero, mientras tanto el tiempo pasó y consumió nuestra juventud. Hasta que llega el día en que la juventud termina y nos damos cuenta que el tiempo nos va dejando lo mismo que lo hace el sueño.

    Al nacer todos somos iguales, pero hay quienes saben aprovechar lo que la vida les pone al alcance y otros desperdician momentos y oportunidades. Solamente cuando tomamos conciencia de nuestra finitud es cuando comienzan las quejas, los arrepentimientos y lamentos. Por desgracia el tiempo corre y no perdona, es altivo y egoísta y aunque nos permite reflexiones sobre aquel bien perdido por el paso de los años, nunca nos ofrece la posibilidad de retorno. Pensamos en nuestros errores y fracasos, lamentando haberlos hecho, pero seguro que si volvieran idénticas circunstancias caeríamos en las mismas equivocaciones, ya que todo es fruto de nuestro carácter y temperamento, en definitiva, de nuestra forma de ser.
    Pienso, después de esta reflexión, y a esta altura de mi vida, que los mejores momentos de esta trayectoria es cuando la salud nos permite vivir mejor para afianzar el presente lo más intensamente posible.
    Así que, hagamos un mejor uso de nuestro tiempo que es siempre muy poco el que tenemos a nuestra disposición. Recorramos el camino de nuestra existencia sin esperanzas falsas, pero conscientes de nuestras capacidades, así como de nuestros límites. ¡Ah! y llevándonos bien con nuestra familia y con todos los que nos rodean.

-Alfio Seco Mozo-

jueves, 1 de noviembre de 2018

DÍA DE TODOS LOS SANTOS

El misterio de la muerte


    Otro año más, al comenzar el mes de Noviembre, nos acercamos a ese recuerdo de nuestros familiares y amigos ya fallecidos, así como el pensar en la muerte, que por mucho que se intente esquivar, siempre sale airosa, jamás falta a su cita en nuestro último viaje. Ninguna cultura ha enseñado al hombre a ser “lo que fundamentalmente es: mortal”. Se trata probablemente del más arduo de los aprendizajes, religiones y filosofías se han esforzado durante siglos para lograr un correcto “arte de morir”; pero el arte de morir siempre será una asignatura pendiente. Pensamos que ningún mortal aprende a morir, la muerte no se ensaya. Nadie cree en su propia muerte, incluso nadie recuerda que tiene que morir –especialmente en la juventud- y es la verdad más auténtica y palpable.

    Desde siempre, el hombre ha dado culto a la muerte, ya en tiempos remotos, gentes que vivían en cuevas, chozas de tierra o míseras cabañas de paja se esforzaban en construir verdaderos monumentos funerarios. Emplearon antes la piedra para las sepulturas que para sus moradas cotidianas.

    Para mí, ya con 75 años de vida, es de primordial importancia pensar en mi propia muerte, porque creo que para vivir con autenticidad debemos de asumir la realidad del morir. Debemos interiorizar este proceso y no en el sentido de pensar simplemente que vamos a morir, hay que tomar conciencia del hecho de que todas las cosas en la vida no son definitivas y no debemos aferrarnos a ellas. La verdad de las cosas finitas es su final y la muerte es el inicio del más arriesgado, inquietante y sorprendente de todos los viajes. Pienso que el morir es dejar un sitio a los que más tarde vendrán, como han hecho nuestros antepasados, es nuestro último ejercicio de entrega, renuncia y cesión con humildad.

    Como personas racionales debemos comprendernos a nosotros mismos y tomar conciencia de nuestra finitud a fin de determinar nuestras acciones. Todo lo nuestro está encaminado a la extinción. Desde que vinimos al mundo, como en una especie de paradoja, estamos aquí para morir. Es una posibilidad sin escapatoria y después de eso no hay más posibilidades, pues nunca nos daremos cuenta de nuestra muerte en sí; solamente presenciaremos la de otros.

    El cristianismo, une de manera indisoluble, la muerte a la resurrección. Desde el punto de vista cristiano la muerte asume un significado profundo y trascendente. No nos habla solo de despojos acumulados en los cementerios, la muerte nos abre un nuevo horizonte, nos pone “cara a cara” con Dios.

    Así le canta Pablo Neruda a la muerte. Este poema me entristece, al mismo tiempo que me atrae por su cruda belleza.


Sólo la muerte

Hay cementerios solos,
tumbas llenas de huesos sin sonido,
el corazón pasando un túnel
oscuro, oscuro, oscuro,
como un naufragio hacia adentro nos morimos,
como ahogarnos en el corazón,
como irnos cayendo desde la piel del alma.

Hay cadáveres,
hay pies de pegajosa losa fría,
hay la muerte en los huesos,
como un sonido puro,
como un ladrido de perro,
saliendo de ciertas campanas, de ciertas tumbas,
creciendo en la humedad como el llanto o la lluvia.

Yo veo, solo, a veces,
ataúdes a vela
zarpar con difuntos pálidos, con mujeres de trenzas muertas,
con panaderos blancos como ángeles,
con niñas pensativas casadas con notarios,
ataúdes subiendo el río vertical de los muertos,
el río morado,
hacia arriba, con las velas hinchadas por el sonido de la muerte,
hinchadas por el sonido silencioso de la muerte.

A lo sonoro llega la muerte
como un zapato sin pie, como un traje sin hombre,
llega a golpear con un anillo sin piedra y sin dedo,
llega a gritar sin boca, sin lengua, sin garganta.

Sin embargo sus pasos suenan
y su vestido suena, callado como un árbol.

Yo no sé, yo conozco poco, yo apenas veo,
pero creo que su canto tiene color de violetas húmedas,
de violetas acostumbradas a la tierra,
porque la cara de la muerte es verde,
y la mirada de la muerte es verde,
con la aguda humedad de una hoja de violeta
y su grave color de invierno exasperado.

Pero la muerte va también por el mundo vestida de escoba,
lame el suelo buscando difuntos;
la muerte está en la escoba,
en la lengua de la muerte buscando muertos,
es la aguja de la muerte buscando hilo.

La muerte está en los catres:
en los colchones lentos, en las frazadas negras
vive tendida, y de repente sopla:
sopla un sonido oscuro que hincha sábanas,
y hay camas navegando a un puerto
en donde está esperando, vestida de almirante.



jueves, 11 de octubre de 2018

DÍA DE LA FIESTA NACIONAL

¡Presume de ser español y ciudadano del Mundo!


    Mañana día 12 de Octubre es el día de la Fiesta Nacional de España y de todos los españoles, también llamada: "DÍA DE LA HISPANIDAD". Necesito expresarme a través de este "blog" emitiendo mi punto de vista:

    Como todos los años, me siento decepcionado de la poca integración a dicha fiesta de la mayoría de los españoles, entre los cuales me incluyo. Consideramos una fiesta sólo de las fuerzas armadas, por eso del desfile. Si amamos a nuestra nación como buenos españoles debemos considerarnos partícipes de tal festividad.

    Ya es hora de que superemos aquellos prejuicios de que la bandera y todo lo que representa es sólo un símbolo o icono de la derecha, por el contrario, nos representa a todos los españoles. Tampoco veo bien los comportamientos de algunos partidos políticos que hacen gala de ser, solo ellos, acreedores de la bandera nacional, exhibiéndola en determinadas manifestaciones o campañas electorales tratando de demostrar que los demás son malos españoles. Con estas actitudes se fomenta poco la unidad de todos los españoles. La bandera debe hacerse uso de ella cuando los intereses afecten a todos por igual sin buscar rentabilidades partidistas.

    Otros piensan que esta fiesta está emparentada con los tiempos de la dictadura del general Franco. Nada más lejos de la realidad, ya que Franco muere en el año 1975 y esta fiesta se instituyo en el año 1987, anteriormente era llamada: ”Día de la raza”.

    También me decepciona, que no haya ningún acto conmemorativo en los colegios en el que inculquen a nuestros hijos o nietos ese amor por España, y sus tierras ¡Qué pena que no sepan el por qué mañana viernes día 12 de Octubre es festivo!, pero más triste es para mí que lleven un mes aprendiendo canciones para celebrar el día de “Halloween”Soy consciente que los alumnos deben de conocer las culturas de otros países, pero siempre y cuando no descuiden y desconozcan la de su país. 

    Mientras que en los distintos entes autonómicos: vascos, andaluces, catalanes, castellanos, valencianos... etc. no antepongan los intereses y sentimientos nacionales y comunes a todos, antes que el de sus respectivas regiones, difícil vinculación tendremos a la citada Fiesta Nacional.

    Creo que nos falta ese orgullo de identificarnos con España, nuestra nación, y por todo lo que representa. Este vacío a la fiesta nacional no ocurre en otros países de nuestro entorno.


¡FELIZ DÍA DE LA HISPANIDAD!



jueves, 27 de septiembre de 2018

Leyenda de Toro


El burro rabón de Toro


    Hoy vamos a comentar una leyenda de Toro, más que leyenda podíamos llamarla historia por hacer alusión y dar testimonio de ello “El Pórtico de la Gloría” de la famosa Colegiata de Santa María la Mayor.

    Dada la importancia que Toro tiene para nuestro pueblo, a pesar de ser ciudad que corresponde a otra provincia, es el centro comercial y de ocio más próximo. Tampoco hemos de olvidar que la ciudad de Toro fue en su tiempo capital de provincia de la Corona de Castilla, desde que Dª Elvira heredó Toro de su padre Fernando I “El Magno” hasta el año 1827, sin olvidar la influencia de Toro en la historia de España. Es por lo que nos hacemos eco de esa leyenda visitando el famoso “Pórtico de La Gloria” de la no tan famosa Colegiata de Toro, iglesia con cabildo, aunque no catedral por no ser sede de obispado, y con un estilo arquitectónico románico.

Pórtico de la Gloria

    "El Pórtico de la Gloria" trata de plasmar en fustes y capiteles, en los que se alternan representaciones figuradas de la infancia de Cristo, como el Nacimiento, la Adoración de los Magos, la Matanza de los Inocentes y Jesús entre los doctores, con otros motivos vegetales y mitológicos, siendo muy expresivo el que muestra una fábula profana, el primero de la izquierda, con dos personajes empeñados en mover un burro cargado de leña, tirando uno para el lado de la cabezada y el otro del rabo. Esta representación en piedra hace alusión a la leyenda: “El burro rabón de Toro”, y que dice más o menos así:
     
    Se cuenta que un leñador llevaba un borrico cargado de leña y a la entrada de la ciudad el pobre animal se atolla. Por muchos intentos que hacía el pobre leñador no le podía sacar del atolladero. Acertó a pasar por allí uno de los canteros (estamos hablando de los siglos XII-XIII) que estaban ocupados en la construcción de la Colegiata, y se prestó a ayudarle. Acordaron  que el dueño del animal tiraría de la cabezada y el cantero ayudaría a levantarse la bestia tirando de la cola. Fue tan considerable el esfuerzo que ambos hicieron, especialmente el cantero, que el pobre animal salió del atolladero pero quedándose sin rabo. El dueño, viendo desfigurado al animal, estimó que el cantero había obrado de mala fe y reclamó daños y perjuicios ante la autoridad competente. La autoridad, oídos los alegatos de ambas partes, falló que el cantero pagara el importe del burro a su dueño y que se quedara con el animal hasta que le creciera el rabo otra vez y cuando estuviera igual le devolvería el burro a su dueño.

Escena representada en el primer capitel de la izquierda
                                                                
    Parece ser que otro de los escultores presenció el juicio y quiso plasmar con su cincel la escena del leñador, el burro y el cantero.. Era muy común en las fachadas platerescas o pórticos de catedrales encontrar algún detalle que quedaba fuera del proyecto principal, parece ser que la personalidad de los canteros les hacía reflejar algún hecho ocasional o anecdótico. Recordemos también la “rana” que se encuentra en la fachada de la Universidad de Salamanca. 

    Os invito a contemplar tal escena en una de tantas visitas que hacéis a lo largo del año a Toro, observando con curiosidad tal Pórtico. Dicha escena se encuentra en uno de los 14 capiteles, 7 a cada lado, de la parte inferior del Pórtico, exactamente en el primero de la izquierda.

    A su vez, pensando en la procedencia del leñador ¿Por qué no podría ser un vecino de nuestro pueblo? Desde siempre San Román ha abastecido a Toro cisco y leña para cocinar, así como para mitigar los duros inviernos de esta zona.


lunes, 20 de agosto de 2018

Las vacaciones de nuestros mayores



LAS VACACIONES Y EL TURISMO


    Nuestros padres y abuelos se encontraban muy lejos del mar para disfrutar de los encantos de sus orillas. Por estos pueblos las brazadas de natación sólo se daban entre espigas durante el verano, tampoco veían volar las gaviotas buscando sustento entre las rocas con el ruido de fondo de las olas, aunque si los vencejos que surcaban el azul de las mañanas y atardeceres en Castilla. Aquí no disfrutaban de la brisa del mar ni de sus mareas, sólo tenían la brisa y la marea de la mañana que traía las caricias de la mies que llegaba a las eras. El mar era un sueño algo lejano y misterioso donde desembocaban los ríos, según aprendieron en la escuela.

    La mayoría de nuestros abuelos murieron sin haber visto el mar, muy pocos gozaron de unas vacaciones en sus playas, salvo aquellos mozos que fueron destinados en la mili o participaron en aquella injusta guerra por zonas costeras. Los demás solo se llevaron en sus pupilas aquellas puestas de sol y amanecidas entre el mar de los trigales en los campos de Castilla.

    Allá por los años sesenta empezaron a llegar los turistas. Gracias a la televisión nos enteramos de que rubias nórdicas y atléticos varones se recreaban en esa España que, según el eslogan, era diferente. Comenzamos a escuchar nombres de pueblos y costas nunca oídos: Torremolinos, Benidorm, Costa Brava, Costa del Sol… Antes sólo se oía el nombre de la Concha de San Sebastián, aunque siempre asociábamos su disfrute a familias de gran potencial económico.  

    Los primeros emigrantes de nuestro pueblo, incorporados al reciente desarrollo industrial de ciudades del país vasco, regresaban a sus raíces para disfrutar los días de permiso. Salían más baratas y aún era fuerte el arraigo a sus orígenes. Los que conservaban sus casas las pasaban en ellas y los que tuvieron que venderlas se acomodaban en las de los familiares. En San Román decíamos ¡Ya han venido los de Mondragón!, aunque paradójicamente en ese pueblo industrial apenas había inmigrantes de San Román, tal vez fuera causa de que la primera familia de emigrantes de nuestro pueblo se asentó en esos lares.

    Aparecieron los primeros míticos “seiscientos”, que aunque tenían poco espacio de habitáculo allí viajaba hasta la suegra, según el dicho. Fue un vehículo muy singular y carismático de aquella época, los calentamientos del motor en verano se trataban de subsanar con el portón trasero un poco abierto. Poseer un “seiscientos” supuso un primer paso de los españoles hacia las vacaciones y una tendencia al turismo, así mismo, su posesión marcaba un estrato social dentro de las familias medias de entonces.
    
    Las vacaciones pagadas fueron una reivindicación obrera que fue conquistándose lenta y progresivamente durante el siglo XX por los trabajadores de los servicios y la industria de las ciudades, pero al mundo rural las reformas y avances tardaron más en llegar.  Cuando yo era niño pocas familias del pueblo veraneaban. La mayoría de los habitantes se dedicaban a la agricultura y en este tiempo estival las faenas agrícolas requerían total dedicación. Solo algunos, por prescripción médica, iban a balnearios, que entonces se decía “ir a las aguas” para aliviar dolores y a beber sus aguas medicinales. Las generaciones del medio rural a las que les tocó la china de la guerra y la posguerra tuvieron pocas oportunidades para gozar de vacaciones y de playas. 

    Las actuales jubilados, a través de los programas del Imserso disfrutan de vacaciones, si sus facultades se lo permiten, aunque no en temporada alta. Logro social elogiable y justa recompensa a una vida de trabajo.


 

martes, 24 de julio de 2018

Los Corrales en otra época

 
Ha cambiado la fisonomía del corral


    La mayoría de las casas del medio rural disponían de corrales. En los corrales se hacía media vida, en el centro de él se encontraba el basurero o muladar, donde se iban depositando los desperdicios en general: excrementos de los animales, residuos alimenticios etc. Al corral daban las puertas o accesos de los demás habitáculos cubiertos y necesarios en una casa rural de labranza: pocilgas, cuadras, pajares, panera y cocheras o colgadizos. Una parte del corral se utilizaba para hacer las inexcusables necesidades humanas, rodeados de gallinas y vara en ristre para espantar al gallo que defendía su territorio saltando, a veces, sobre sus invasores.

     Al menos una vez al año, casi siempre al comienzo del verano, había que sacar la basura acumulada durante todo el año y llevarla a los basureros correspondientes, situados en nuestro pueblo en el “Camino Ancho”. Allí permanecía hasta el otoño que se llevaba a las tierras como fertilizante antes de las sementera.

    Tiempos atrás, los pueblos carecían de los servicios básicos como el agua corriente y demás redes de saneamiento, así como la recogida de las aguas residuales o de lluvia. Los albañales, que en San Román llamábamos “colagas”, pasaban las aguas de la lluvia de corral a corral siguiendo la pendiente natural del terreno, muchos de ellos sin estar cubiertos. Eran muy frecuentes las disputas entre vecinos por este tema, bien por atascos o por malos olores.

    Pocas casas disponían de cuarto de baño. Un palanganero de porcelana era el mobiliario más habitual para la higiene diaria. A los niños nos lavaban en invierno al lado de la lumbre y en verano al caer la tarde en el corral. Más a fondo nos refregaban los sábados, con cambio de ropa interior ¡Qué mal lo llevábamos cuando nos frotaban la boca para quitarnos los “boqueras” o nos refregaban con estropajo las rodillas para quitarnos su negrura! En invierno y en verano llevábamos pantalón corto y las rodillas eran los partes más vulnerables en todos los juegos, así que casi siempre teníamos alguna herida en ellas.

    Las madrugadas eran frías para salir al corral, así que debajo de la las camas siempre había un orinal blanco de porcelana para emergencias nocturnas.

    Las gallinas eran los animales que campeaban a sus anchas por los corrales, escarbaban y picoteaban en el basurero para encontrar algún alimento para su sustento. Abastecían a las familias de huevos y los gallos de carne. Cuando éstas salían cluecas se las alejaba del corral poniéndolas en un nidal o "cestaña" con huevos y paja que, gracias al calor y perseverancia de la clueca, eran incubados para que a los veintiún días salieran los pollitos. Al pasar una o dos semanas los veíamos por el corral correteando detrás de la madre. Las noches más desapacibles se les ponía a cubierto en un cajón para que pudieran soportar mejor el frío.

    Otro elemento que no faltaba en los corrales eran los pozos para captar y extraer de las aguas subterráneas el agua para el consumo doméstico y de los animales. A través de una polea por donde apoyaba una soga se subían los calderos con agua. A veces estaban situados en paredes de medianería y se compartían para dos corrales. Los muy antiguos, hechos manualmente, las paredes interiores las cubrían artísticamente con piedras o cantos grandes. Con el tiempo había que limpiarlos y para ello bajaba el pocero atado con sogas ayudándose de la polea. Abajo se desataba y comenzaba su trabajo de limpieza. Llenaba calderos de impurezas y con el mismo sistema los elevaban hasta el brocal. Un trabajo este que nadie quería, pero que la necesidad obligaba. Me imaginaba allá abajo y sentía miedo viendo solo un círculo de azul allá arriba y el resto todo negro.

    Hasta principios de los años sesenta no se hicieron en los pueblos las obras de infraestructura necesarias para que el agua corriente llegara a todas las casas y las de desecho se incorporaran a la red de saneamiento. Conquista social básica e indispensable para vivir dignamente. Esta fue una de las causas de la pérdida de identidad de los corrales, así como la llegada de la maquinaria que nos hizo prescindir de los animales de labrar y más tarde de todos los demás.

    A veces pienso, cuando veo algunos reportajes sobre países en vías de desarrollo, que también nosotros tuvimos un tiempo en que carecíamos de esos servicios tan elementales. Siguen allí los corrales sin cantos de gallo, rebuznos, cacareos ni relinchos. Los corrales actuales carecen de mundo animal, silenciosos e inactivos pero más limpios y olorosos. Aunque manifestamos mucha nostalgia y añoranza por el pasado, hemos de reconocer que, en la actualidad, disfrutamos de una mejor calidad de vida.

¡No siempre cualquier tiempo pasado fue mejor!