CRISTO DE LA PIEDAD |
Hoy, dada mi edad, quisiera comentaros las Semanas Santas que viví en este, mi pueblo, en aquella lejana época de mi niñez, así como la celebramos en la actualidad. He de reconocer que la actual, aunque con menos población, por eso del vaciado de los pueblos, aunque parezca una paradoja es más suntuosa ya que goza de hasta banda de música que acompaña con música sacra, al menos un día, a nuestras procesiones. Tal vez, la causa hay que buscarla en la creación de la ”Hermandad del Cristo de la Piedad”, aunque siempre fue muy venerado este Cristo en nuestro pueblo, esta hermandad ha potenciado nuestra Semana Santa y acaso nuestro arraigo religioso, al menos por estas fechas. Por otra parte la asistencia a estos actos es más libre y sincera que la de otros tiempos, ya que entonces la política estaba excesivamente vinculada al sentido religioso.
La Semana Santa de San Román en mi niñez
era más humilde pero muy entrañable. Si recuerdo aquel olor característico de
aquellos días a cera de velas quemada y a flores, ya comenzaba a florecer la primavera
y aquellos aromas inundaban los silencios de aquellos Jueves y Viernes Santo.
Era tiempo de luto, había muerto nuestro Señor. Las emisoras de radio – aún no
había aparecido la televisión - emitían esos días una programación especial,
sin parte de noticias, con mucha música sacra y la trasmisión de alguna
procesión o sermón como el de “Las siete palabras” de
Valladolid, que aún sigue emitiéndose. Las campanas que
cotidianamente llamaban a los fieles a la misa y al rosario no tocaban esos
días silenciándose en señal de luto.
Antes
de la llegada de la Semana Santa, cuarenta días antes era la Cuaresma,
comenzaba el miércoles de Ceniza y terminaba en la Semana de Pasión. Era una
preparación para la llegada de la muerte del Señor y se caracterizaba por ser
tiempo de meditación, de oración, de abstinencia y ayuno, así como tiempo de limitar las
diversiones cotidianas del resto del año. Ante aquellas prohibiciones del baile
del domingo, en aquellos tiempos de “nacional-catolicismo”, la juventud se
aproximaba a la estación de ferrocarril, donde jugaban a la “comba” y otros
juegos por cuadrillas. Tal vez la estación, como único medio de comunicación
con el exterior de entonces fuera una válvula de escape de acercamiento a otros
mundos más comprensivos y tolerantes.
Los monaguillos, y algunos niños, ante aquel silencio de las campanas, tocábamos por todas las calles del pueblo un instrumento muy peculiar de estas fechas llamado “matraca”. Cuando tocábamos aquellos sonidos tan atronadores, nos olvidábamos que eran un medio para anunciar a la gente del pueblo su asistencia a los actos litúrgicos del Jueves y Viernes Santo. Dentro de aquella inconsciencia infantil, pensábamos, o alguien nos lo decía, que con aquellos sonidos tan estridentes ahuyentábamos a los judíos del pueblo, a los que considerábamos verdaderos culpables de la pasión y muerte de Jesús. Nos sentíamos, aquellos días, un poco héroes. Siempre nos acompañaba en el recorrido del pueblo alguno de los tres hermanos, ya mayores, de la familia Mora, que portaba una matraca de grandes dimensiones que estaba siempre ubicada el resto del año en la sacristía.
También recuerdo, aquellos Viernes Santos de mi niñez, cuando las autoridades del pueblo: alcalde, juez y concejales se disponían a adorar la Cruz descalzos ¡perdón! en calcetines. Se arrodillaban dos veces durante el trayecto de dicha adoración y de vuelta a su sitio lo realizaban del mismo modo aunque andando hacia atrás. Los niños y niñas de ambas escuelas sentados delante, en aquellos bancos bajos y sin respaldo, observábamos tal formulismo con una actitud expectante y un poco morbosa, ya que siempre esperábamos algún error en la ejecución de dicha adoración o el correspondiente tomate de algún que otro calcetín.
La procesión más solemne y que hacía volver el pueblo a la normalidad, después de esos dos días de dolor y silencio, era la del día de Resurrección. Salían ese día dos procesiones: la de la Virgen cubierta su cabeza con un velo acompañada por mujeres y la del niño Jesús acompañado por hombres y niños. Ambos pasos salían por distintas calles hasta encontrarse en la plaza de la Anchura. Allí se celebraba el encuentro de Cristo resucitado, representado por el niño Jesús, y su madre María. El niño Jesús era llevado por niños que habían hecho la Primera Comunión el año anterior, niños de ochos años que llevaban sobre su ropa, a modo de banda, una toalla bordada que reflejaba el tono de festividad del día, así como las buenas cualidades bordadoras de su madre, tía, o abuela. Aún recuerdo, la ilusión que me hizo el año que le llevé: me consideraba parte o protagonista de tal ceremonia. Los portadores de la Virgen iban embozados en una seria capa castellana y después de aquellas venias se quitaba el velo a la Virgen. Era el momento del encuentro del Cristo resucitado con su Madre. La tristeza y el dolor de días anteriores terminaba dando paso a un Jesucristo resucitado al tercer día, como estaba escrito. Se lanzaba un cohete, las campanas rompían su silencio repicando, los portadores de la Virgen se quitaban las serias capas y quedaban revestidos con otras toallas bordadas que llevaban debajo. Ambos pasos continuaban juntos hasta la Iglesia, dando por terminada la Semana de Pasión. Día de alegría para los cristianos ya que Jesucristo, venciendo a la muerte, resucitaría al tercer día, dando comienzo la Pascua.
El domingo posterior a la Pascua de Resurrección se celebra últimamente en San Román el domingo de la "Pascuilla", aunque vulgarmente decimos, mal dicho: Pasquilla. Pasquilla es una ciudad de Colombia y no lo contempla el diccionario como tal, si Pascuilla que es palabra derivada etimológicamente de Pascua.
La gastronomía en aquella época giraba en torno a la
abstinencia de comer carne los viernes de cuaresma, sin embargo nuestras madres
nos preparaban aquellos exquisitos “potajes de vigilia”, también
llamados “de Cuaresma”. El potaje se componía de
garbanzos, alguna verdura y un poco de “bacalao”. En cuanto a
dulces o postres, no eran muy conocidos por nuestro pueblo los huevos de
Pascua, muy poco las torrijas, aunque sí las flores y orejas.
Dejando aquellos recuerdos de niño,
creo que esta hermandad del Cristo de
la Piedad no debía terminar su actividad en las procesiones de jueves y Viernes
Santo que tanto nos ha unido, sino que el resto del año seamos capaces de dar
testimonio de ese Cristo crucificado con actitudes de amor al prójimo, especialmente
a los que más lo necesiten del pueblo. Podrían hacerse comisiones dentro de los
cofrades para realizar algunas acciones como estas que se me ocurren:
- -Visitar a
enfermos o a personas con soledad no deseada.
- -Acompañar a las personas mayores sin familia al Centro de Salud de Tordesillas, cuando lo necesiten.
- -Tratar de subsanar aquellas
críticas despiadadas y murmuraciones hacia el prójimo sin su presencia, tan comunes en
nuestro pueblo. A veces enjuiciamos a los demás sin darnos cuenta de nuestros
defectos.
- -Mediar los enfrentamientos
entre vecinos del pueblo. Estos enfrentamientos, en
ausencia de un perdón, generan rencores y a la postre odio. En una palabra,
mejorar la buena convivencia entre vecinos.
- Resumiendo, con estas buenas obras hacia los demás por parte de los cofrades conseguiríamos acercar, durante todo el año, ese Cristo de la Piedad allí donde el prójimo y nuestra comunidad lo necesité. así como, dar testimonio de amor y no odio al resto de los sanromaniegos.