jueves, 10 de marzo de 2016

LOS ENTIERROS Y LOS LUTOS EN MI NIÑEZ


Los entierros y el luto


    Tener que tocar este tema, en principio, me sobrecoge y entristece, pero nada más real que la muerte con todas las connotaciones que encierra dicha palabra. Todos somos conscientes de que el trance de la desaparición de este Mundo a todos nos afectará más pronto o más tarde, por tanto ¿por qué hemos de rehusar el hablar de ella? Todos los pueblos, desde la antigüedad, han tenido distintos comportamientos ante ésta. Yo sólo quiero recordar aquí las impresiones y recuerdos de la muerte y todo lo que conllevaba, vistas por un niño en los albores de su infancia, tiempos atrás, en su pueblo (San Román de Hornija).

    Recuerdo la cantidad de entierros de niños que había; era muy frecuente, la mayoría lactantes que morían ante el más mínimo problema infeccioso o por cualquier otra enfermedad o epidemia. Hemos de aclarar que aun no se utilizaba la “penicilina” en España y menos en aquel mundo rural. Su utilización fue el antídoto para la curación de todo proceso infeccioso en la etapa infantil. Me resultaba muy triste ver aquellos diminutos ataúdes blancos portados, casi siempre, por otros niños de 7 ó 8 años desde el domicilio, iglesia y el cementerio. El anuncio de tal fallecimiento se llevaba a cabo por medio de unas campanas diminutas que llamábamos “Pascualejas”, situadas y orientadas al sur de aquella torre campanario, que tañían un sonido menos grave y triste que las que anunciaban la muerte o desaparición de adultos. No terminaba de entender, como la desaparición de un niño podía ser menos triste que la de un adulto. A mí me afloraban sentimientos de pena el ver que una vida, recién iniciada, fuera sesgada irremediablemente a causa de sus pobres y pequeñas defensas.  

    El tiempo que el difunto permanece entre nosotros, antes de su entierro, lo llamamos velatorio. La finalidad del velatorio del difunto es acompañar y reconfortar a los más allegados de éste. Solía durar de 24 a 48 horas y, entonces en los pueblos no se llevaba a cabo en las salas especiales actuales que llamamos “tanatorios”; por el contrario, se realizaba en el domicilio donde había vivido el difunto. Acudir al velatorio era un acto importante e inexcusable ante los familiares del finado. Sólo la presencia ya era un gesto muy honrado y valorado. Allí se acostumbraba a dar el pésame y acompañar a la familia próxima del difunto. Su visita servía para reconfortar a la familia y acompañarla.

    Durante el velatorio, los hombres estaban separados de las mujeres. Las mujeres ocupaban la habitación donde permanecía la caja abierta conteniendo al finado, rodeando a éste las más allegadas y en actitud plañidera; es decir, exteriorizando los sentimientos de dolor mediante llantos, acompañados de frases de lamentación ante tal pérdida. Los hombres, por el contrario, permanecían en una habitación distinta y, sin exteriorizar tal dolor, daban rienda suelta a conversaciones sobre distintos temas que daba de sí la noche de velatorio. Ya entrada la madrugada sólo quedaban en la vivienda los más allegados.

    Dada la gran concurrencia de personas que acudían a cada velatorio, ¡asistía casi todo el pueblo! las vecinas, a modo de solidaridad, aportaban sillas y taburetes para conseguir que todo acompañante dispusiese de asiento ¿Qué casa podía disponer de tantos asientos para acoger tal concurrencia a dicho domicilio? Así mismo, dichas vecinas, traían algún caldo o café para reconfortar en calorías a la familia más afectada y cercana al difunto.

    Era costumbre que, al acompañamiento del cadáver hasta la iglesia y después al cementerio, sólo asistiesen los hombres. Las mujeres permanecían en casa del difunto rezando y suavizando los llantos.

    Al frente del cortejo fúnebre marchaba siempre un monaguillo portando una cruz. Otro acólito caminaba al lado del sacerdote llevando el hisopo de metal metido dentro de un recipiente con asa que contenía el agua bendita (creo se llamaba “acetre”). El sacerdote iba revestido con ornamentos negros. Les seguían el féretro a hombros de allegados jóvenes y en primera fila iba la familia más directa del finado, a continuación el resto de acompañantes. Al terminar la inhumación, todo el cortejo se dirigía a la puerta del finado para dar la mano a los familiares varones, en señal de pésame. En la actualidad el citado pésame se da en la Iglesia. Una vez oficiados los ritos religiosos, toda la familia directa al finado, incluidas mujeres, se sitúa a la altura del altar para recibir el pésame de los acompañantes; pero ahora con una nueva fórmula llamada vulgarmente “el cabeceo”; que consiste en desfilar, a una distancia prudencial, todos los acompañantes haciendo un gesto de cabeza que se interpreta como una afirmación de unión a la familia ante tal pérdida. Formula más rápida y llevadera que la anterior.

    Los enterramientos se hacían en tierra y cuando la fosa comenzaba a ser cubierta de tierra por el enterrador, era costumbre que, muchos de los asistentes al entierro se acercaran a echarle un puñado de tierra, previamente besada. Nunca supe el porqué, ni el origen de esta costumbre, pero pienso que esta actitud emana de aquella séptima “Obra de Misericordia Corporal”, que era la de “Enterrar a los muertos”. Encima de las respectivas fosas se ponía una losa y una cruz, o una cruz sola, aunque no en todas. La costumbre de los panteones familiares surgió mucho después en nuestro pueblo.


    Y después el luto… Luto según el diccionario de la Lengua: Es todo signo exterior de pena y duelo en ropas, adornos y otros objetos, por la muerte de una persona y que se manifiesta en el uso de ropa negra y determinados objetos y adornos. Los lutos se establecían también por categorías. Así pues, dependiendo de la edad del difunto y del grado de parentesco, el luto podía ser riguroso, o medio-luto. En ambos casos, para salir a la calle, era costumbre en las mujeres cubrirse la cabeza con un velo o pañuelo negro anudado al cuello; pero en los lutos rigurosos las mujeres aprovechaban para salir a la calle solo a deshora y en caso de muy extrema necesidad. 

    Así pues, era muy común ver siempre a las mujeres vestidas totalmente de negro, mientras que en los hombres se observaba el luto en la chaqueta, la cual ostentaba un galón negro de unos ocho centímetros, cosido y dándole la vuelta a una manga. Otros, en cambio, llevaban una chalina negra al cuello, una corbata negra o un botón en la solapa, por supuesto negro.

    Mientras duraba el luto se establecía una especie de cuaresma o penitencia entre los habitantes de la casa, hasta tal punto, que las salidas quedaban restringidas a sólo lo imprescindible, como también era norma de obligado cumplimiento el no acudir a las fiestas o lugares públicos de diversión como a bares, bailes, bodas, bautizos, o cualquier otro tipo de eventos o acontecimientos. Así mismo, el blanqueo de la casa “embarrado” quedaba pospuesto a la fecha en que se pasara al medio luto, cuando transcurrieran, al menos, dos o tres años. En las casas donde había radio se quitaba de la vista de las posibles visitas llevándola al sobrado o cámara y cubriéndola con un paño negro. Al paso de las procesiones o festejos la casa se cerraba, incluidas todas las puertas, ventanas y balcones, dando señal de que los deudos del difunto no estaban para celebraciones. Así mismo, se prescindía de macetas o tiestos que ornamentaran ventanas o balcones. Recuerdo ver talar un joven árbol que había en la portada de una casa por tales circunstancias. Estos comportamientos eran una lucha y oposición a todo aquello que pudiera reconfortar a los dolientes un ápice de alegría.   

    Afortunadamente, hemos superado aquella España en blanco y negro del luto. Esa rigurosidad del luto ha ido remitiendo y no por ello se sigue sintiendo menos dolor ante la pérdida de un ser querido, ya que el dolor es algo intrínseco en todo ser humano y que se manifiesta en sentimientos internos y no sólo en aquellas apariencias externas. El doliente actual ha ido rompiendo las formas y patrones que le vinculaban con aquel luto de antes, que muchas veces eran manifestaciones y comportamientos “cara a la galería” y al temor a aquella dura censura y reprobación de algunas gentes del pueblo.

lunes, 1 de febrero de 2016

Noches de invierno, chimenea y calor en aquellos hogares


Alrededor de la lumbre


    Todos los que estuvimos alrededor del calor de una lumbre en un hogar sabemos lo que esto significa, así como los recuerdos que nos trae aquella lumbre encendida. Toda la vida de los hogares, en el mundo rural, giraba en torno a la cocina y más concretamente de la lumbre. Recuerdos imborrables de las familias sentadas alrededor de la lumbre, contando historias, quizás algunas, mil veces recordadas. Recuerdo como los hombres, las mujeres entonces no fumaban, encendían los cigarrillos cogiendo con las tenazas un tizón incandescente, los “chisporroteos” que rápidamente se esfumaban, así como acercar las manos a la lumbre y retirarlas frotándolas vigorosamente para calentarlas.

    Aquella lumbre era el único recurso para combatir aquel frío intenso de entonces. Aun recuerdo, en tiempo de estudiante, aquellas vacaciones de Navidad pasadas con mi familia en San Román. Empezabas éstas con los chupetes de hielo que colgaban de los tejados, terminaba la Navidad y aun permanecían inflexibles acompañando a aquellos tejados casi siempre blancos de aquella época.  

    La cocina era el centro neurálgico de nuestra vida social y familiar en aquella época, con la lumbre en el suelo y una chimenea ennegrecida por el humo. Era el sitio más importante de la casa. Allí pasábamos mucho tiempo, se recibían las visitas, se jugaba a las cartas, se comía, se contaban atractivas historias y cuentos, y uno se olvidaba de que fuera de allí la vida transcurría. En torno a la lumbre se hablaba de las faenas del campo y de lo que pasaba por el pueblo. A veces oíamos el zumbido del viento soplar por la chimenea, un escalofrío por la espalda nos corría y rápidamente atizábamos la lumbre con las tenazas. En la lumbre, donde se quemaban manojos y cepas de vid, siempre había en un lado un pote de hierro lleno de agua que se calentaba para uso cotidiano de ésta en el hogar. Toda la familia se sentaba alrededor del fuego en escaños, sillas bajas y los niños en banquetas muy pequeñas que llamábamos tajuelas. Se procuraba dejar en los lugares preferentes a nuestros abuelos.

    En esa lumbre se cocían las alubias, los garbanzos, patatas etc. siempre en pucheros de barro y lentamente, lo que hacía que tales cocidos adquiriesen un sabor inigualable. Las trébedes” se colocaban encima de la llama para freír en sartenes lo que fuese. Colgado de algún clavo siempre se encontraba el fuelle” que servía para avivar el fuego, así mismo, algunas veces, colgaba de la chimenea alguna ristra de chorizos o algún jamón, quizás con el  objetivo de que ese ambiente de calor y humo acelerasen su curación. En la pared opuesta al fuego la “alacena” o “vasar”, rudimentarios armarios con anaqueles en el que se colocaban los cubiertos, los platos, fuentes y alguna jarra. Sobre la fregadera, pileta hecha generalmente de cemento, se asentaba un escurreplatos.

    Durante las largas noches de invierno los abuelos nos contaban leyendas o hechos que habían ocurrido en el pueblo o limítrofes y que se transmitían de generación en generación. Los niños, ante tales relatos, nos manteníamos absortos y con la mirada puesta en esa llama imaginaria y misteriosa que generaba la lumbre.

    Por las mañanas, para combatir el frío en la escuela, los niños llevábamos braserillas. Se trataba de unos recipientes pequeños que, a modo de brasero, portaban brasas con ceniza que nuestras madres extraían de la lumbre. Las “braserillas” de los niños eran muy rudimentarias ya que consistían en una lata grande de sardinas que nuestras madres pedían vacía en la tienda. Nuestros padres ponían un alambre, a modo de asa, cuyos extremos conectaban a dos agujeros realizados en la lata cilíndrica antes citada. Las de las niñas eran más sofisticadas, coquetas y elegantes, se las compraban en alguna ferretería de Toro. Eran de hierro y con forma de caja y con tapadera. Hay que hacer notar que los hijos cuyos padres trabajaban en el monte traían mejores “braserillas” que los hijos de los labradores, ya que los primeros tenían más a su alcance la encina, que producía mejor brasa que la de sarmiento o cepa de estos últimos.

    A modo de anécdota: al salir de la escuela y con la “braserilla” casi siempre apagada, la girábamos circularmente con ayuda del asa y, como consecuencia de esa velocidad circular que generábamos, no caíamos nada de su contenido. Tal experimento nos llenaba de gran satisfacción.

    Ahora, los inviernos ya no son tan fríos y disfrutamos de mejores y eficientes métodos de calefacción y cocción de los alimentos, sin embargo, añoramos aquella convivencia y calor familiar que se vivía en torno a la lumbre.

    Estrofas sobre la lumbre en un Poema de Federico García Lorca:
"En la amplia cocina, la lumbre"

 En la amplia cocina, la lumbre
pinta todas las cosas de oro.
— ¡Ay qué triste es el cuento, abuelito!

—Abuelito, ¿Cómo iba vestida
esa del cuento
hermosa madrina?

— Con el manto
del dolor tan solo,
que es un manto muy negro y muy feo.
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martes, 12 de enero de 2016

Los Muladares de entonces



EL MULADAR
  
    
    Es posible que muchos, sobre todo los de menos edad, no sepan lo que es “un muladar”. La palabra muladar ha caído prácticamente en desuso y especialmente los más jóvenes no conocen cuál es su significado. Pues bien, acudimos al Diccionario de la Real Academia de la Lengua: Muladar es el “Sitio, fuera de los muros de la villa, donde se echa el estiércol y la basura”. Los muladares se encontraban extramuros, por lo que el origen de la palabra puede estar en el término muradal, para pasar posteriormente a la palabra muladar. El uso y utilización que hacíamos de estos muladares en San Román de Hornija es lo que voy a tratar de explicar:
    
    Antes, la basura no se recogía en bolsas ni se llevaba a los contenedores como en la actualidad, sino que en cada casa, en el corral, existía un lugar donde se iba depositando toda la mugre que diariamente se generaba. La mayoría de las casas eran de labranza, las cuales albergaban una cuadra para las caballerías, así como la pocilga donde se guardaban los cerdos, que en nuestro pueblo decíamos siempre “marranos”. Cuando se limpiaban las defecaciones de tales animales, así como los restos de comida de los moradores de la casa y otras suciedades, todo ello se depositaba en una parte del corral que llamábamos “muladar”, donde las gallinas merodeaban picoteando y dando buena cuenta de lo aprovechable para ellas. (Echamos de menos aquellos huevos de las gallinas de antaño, diferentes a los de ahora por tener la yema de un color casi rojizo y sabían mejor que los actuales). Por otra parte las casas no poseían inodoros y como consecuencia las defecaciones humanas iban también al corral y a la parte de éste que llamábamos el “muladar”.

    Todos los desperdicios se iban amontonando en el corral, y gracias a  la lluvia y a los cambios de temperatura se iba compactando y a la vez descomponiendo, hasta que se sacaba del corral llevándolo a una zona del pueblo dedicada para este fin. Cuando las faenas agrícolas remitían se aprovechaba esos periodos inactivos para sacar, con los carros, los muladares de los corrales. En San Román dicha basura, casi siempre, se depositaba en las inmediaciones del “Camino Ancho”. Allí cada labrador tenía su montón o muladar, que seguía descomponiéndose esperando la próxima sementera. Este depósito de residuos en extramuros era, según diccionario, el auténtico muladar, aunque en San Román dábamos también ese nombre al almacenamiento en corrales.  

    Antes de la preparación de la siembra se esparcía basura por las tierras, enriqueciéndose éstas con ese abono de materia totalmente orgánica. El labrador actual, ante la ausencia de animales y como consecuencia de la escasez de aquella basura, se ve obligado a enriquecer las tierras con otros fertilizantes, más industriales, llamados abonos minerales. 

    Nos resulta curioso que en las Ordenanzas Municipales de San Román de Hornija del año 1908, publicadas en otro artículo de este blog, en el Capítulo Segundo, Sección Primera sobre higiene, limpieza y ornato público, dice al respecto en los siguientes artículos de tales Ordenanzas:

    Art. 51. Los que no tengan corral donde colocar el estiércol, ceniza ni otras materias pestilentes, podrán colocarlas provisionalmente en sitios a propósito y apartados de la vía pública donde no ensucien ni perjudiquen a los transeúntes.
    Art. 58. Se prohíbe depositar en las calles, plazas, servicios públicos y caminos, animales muertos y toda clase de inmundicias que sean perjudiciales a la salud y al ornato público.
    Art. 60. Se prohíbe arrojar a las puertas de ningún vecino ni a las propias que den a la vía pública, materias fecales y otras porquerías debiendo lo hacer cada cual en su muladar del corral respectivo.