jueves, 22 de enero de 2009

El Día de la matanza




El ritual de la matanza






    Para los que tuvimos la suerte de pasar la infancia en pueblos de Castilla, llevamos grabado en lo más hondo de la memoria imágenes que configuran una parte esencial e indivisible de aquel niño que fuimos. Una de las imágenes imborrables es la que nos produjo la primera “Matanza”

    El ritual de las matanzas comenzaba por los comienzos del invierno. Ya el día anterior los niños éramos los emisarios de tal acontecimiento. Nuestros padres, nos encomendaban el cometido de avisar e invitar a todos nuestros tíos y demás familia a tal acontecimiento, lo realizábamos con esta sencilla frase ¡Tío, de parte de mi padre que mañana matamos¡ Muchos eran los placeres que nos acompañaban el día de la matanza. De un lado, se tenía la disculpa familiar de no ir a la escuela, de otro que la comida que nos esperaba, además de abundante, era variada, lo que constituía un contrapunto nada desdeñable con el sempiterno y monótono cocido.
Ese día tan señalado se sacrificaba el cerdo o los cerdos, según los recursos de cada familia, y era día de convivencia entre amigos y familiares prestando ayuda y alegría ante tal 
evento. El desconsolado y pacifico animal había sido cebado durante unos 8 o 9 meses. Ha sido el momento de que dichos sacrificios se vean correspondidos. Las paneras habían quedado disminuidas, pero se llenaban las resentidas despensas. Esta principal fuente de alimentación rural es motivo de alegría de propios y extraños, porque el sustento para el próximo año está resuelto: chorizo, tocino, coscarones, manteca, hígado, morcillas, espinazo, manitas, orejas, costillas, vísceras, sangre, careta y jamón para los días de fiesta ¿Hay quién de más, que este benefactor y tan poco llorado animal?
Comenzaba el acto con una copa de aguardiente para los mayores y para los niños algún chupito de ponche a escondidas. Todo ya estaba dispuesto para el sacrificio: Los cuchillos bien afilados, las bardas en buen estado de combustión, la tajuela, lugar de lucha contra la muerte del guerrero, el baño etc. Los más fuertes penetraban en la pocilga a la búsqueda del animal. Los niños nos manteníamos expectantes hasta que la fuerza del hombre le izaba hasta la tajuela. A partir de ese momento, ayudábamos morbosamente al sacrificio sujetando el rabo, o tal vez compartiendo alguna pata con un adulto. Una mujer aproximaba un baño de barro, exclusivo para este fin, tratando de que una vez penetrado el cuchillo, el borbotón de sangre se proyectara a tal recipiente y después llegase a formar parte del primer plato típico del día.
    Los gruñidos intensos del cerdo van languideciendo hasta convertirse en los últimos quejidos de una muerte que anuncia súbita. Los niños que habíamos estado presenciando toda la tragedia, resoplamos tranquilos y recuperamos el susto que nos ha mantenido sobrecogidos. Una vez muerto le descienden de la tajuela para chamuscarle sus pelos o cerdas con teas de bardas, luego un lavado con agua el cuero de su piel, para terminar colgándole, abierto a canal, de una alta viga. Cuando se ha extraído de su cuerpo todas sus vísceras termina la primera jornada del rito, especialmente para los hombres. Las mujeres se afanan en preparar el menú, con el que más tarde se festejará. El almuerzo consta de un plato vulgarmente llamado "chanfaina", realizado con patatas sangre e hígado cocido y de un segundo plato de mollejas. Todo ello regado de un buen vino de la tierra y clausurado con un postre de gajos de naranjas en azúcar.

    Los hombres tomaban café y la sobremesa era amenizada con una partida de cartas, para ser más exactos de "julepe" hasta bien entrada la tarde. Las mujeres carecían de todo tipo de ocio. Se afanaban en las tareas de cocina, y también en ir al arroyo a lavar las tripas. El llenar los chorizos requería de unas tripas limpias para la mejor conservación de la carne.
La sobremesa nuestra, de los niños, solía ser un partido de fútbol con un balón especial de ese día. Consistía en inflar con aire y golpes la vejiga urinaria del cerdo, acondicionada previamente por la mujer encargada de lavar las tripas ¿Qué mejor material deportivo podíamos disfrutar en aquellos tiempos de escasez? Cuando la matanza era de dos cerdos, en el segundo tiempo jugábamos con nuevo balón, abandonando el primero fofo por falta de aire; o por desdicha encolado en algún tejado, a la espera de ser exquisito aperitivo para algún gato.
Una vez caía la tarde, los niños realizábamos la última actividad social del ritual. Consistía en repartir entre amistades y parientes algún presente de matanza que podía contener un plato, aunque por protección de tapadera llevábamos otro. El contenido de este modesto y humilde obsequio era: sangre, hígado y algún que otro trozo de molleja.     Los menores hacíamos satisfechos y encantados tal faena, porque esto era una fuente de ingresos para nuestras humildes economías. La señora que recibía el obsequio, como prueba de agradecimiento, ponía en nuestras manos algunas perras "gordas". Recuerdo la disputa que manteníamos los repartidores por querer ir todos a la casa de la señora que tenía más fama de generosa.
    A
l día siguiente, después de pasar toda la noche colgado y al sereno se deshacía el cerdo. Consistía en ir troceándole procurando sacar las partes enteras, para este cometido se necesitaba mucha práctica y habilidad, pues de lo contrario se destrozarían los lomos, los solomillos o los jamones. Después de haberlo destazado se separaban las partes que se iban a picar para hacer chorizos, los huesos, el espinazo, patas, el tocino, la manteca y los “coscarones”, llamados en otros pueblos “chicharrones”.




La carne que se iba a dedicar a hacer chorizos la picaban con una máquina con cuchillas muy afiladas y que se movía por una manivela. Había que tener cuidado con dichas cuchillas. 
    Nos contaban los mayores que hubo algún niño que perdió la falange de algún dedo por aproximar dicha mano a la entrada de la carne.
    Una vez que la carne era picada, se amasaba en baños a los que se les añadía sal, ajos, pimentón, cebollas y orégano. La proporción idónea de estos componentes y especias influía poderosamente en la calidad del futuro embutido. Ya todo estaba en óptimas condiciones para "llenar" chorizos y salchichones. El llenado se realizaba en las tripas del mismo cerdo, previamente lavadas en el arroyo por nuestras madres. Algunas veces, cuando no había suficientes, se empleaban otras compradas en el comercio de material sintético y de peor calidad de conservación. Se realizaba con la misma maquina de picar pero acondicionada para tal fin. La salida de la carne terminaba en un embudo donde iba conectada la tripa que recibía el futuro embutido. Dicha tripa al salir se ataba a determinadas distancias y se perforaba con alguna aguja para evitar bolsas de aire. Está tripa ya tomaba el nombre de “ristra de chorizos” y se colgaba en los techos de cocinas y sobrados para su posterior curación.

    Si el estudio de las fiestas, ritos y costumbres ancestrales nos ayuda a conocer la etnología de un pueblo. La matanza, aparte de impactante en los recuerdos de un niño, es fuente de vivencias para conocer mejor los recursos y forma de vida de cualquier pueblo de Castilla.