La siguiente publicación la realizó el mismo autor en los años “90” en el Norte de Castilla. Dada la magnífica descripción, desde los recuerdos de un niño de 1925, de personajes y anécdotas de nuestro pueblo, la consideramos de gran valor para los objetivos que nos proponemos en “San Román de Hornija en el tiempo”. Así mismo, aprovechamos desde este humilde “blog” para dar a D. PRISCILO DEL PALACIO LÓPEZ (1915-2001) un homenaje póstumo. Docente, con toda su vida profesional en tierras catalanas, aunque siempre con el corazón y el cariño puesto en su pueblo.
PRISCILO DEL PALACIO LÓPEZ
Hay en mi memoria recuerdos del pasado que se hacen girones de sequedad en la tierra grave de Castilla y clavan mi alma en la nostalgia de otros días más felices.
Había en San Román de la Hornija un boticario, natural de Olmedo, que se llamaba don Valentín, Don Valentín tenía una pierna ortopédica, que alguna vez había visto yo en la herrería de mi padre, para arreglar un remache o limar un roce, Yo la miraba y la tocaba con respeto, casi con más respeto que al resto de la persona del boticario. La botica estaba situaba en la Plaza Mayor, no lejos de la escuela, y en frente mismo de la botica, al otro lado de la plaza, tenía don Valentín una casucha donde guardaba un burrito pequeño, cano, con el que se desplazaba por el campo a la caza con reclamo de la perdiz.
Al lado de la botica, con sus cachorros y mostrador con balanza de platillos dorados, estaba el comedor, donde se reunían con el boticario el cura don Timoteo; el médico don ]uventino; el veterinario don Eulogio; el «hidalgo» don Manuel Cepeda y algún que otro rato el maestro don Faustino, natural de un pueblo de Avila.
En la rebotica, se hablaba de todo y sobre todo de política, pero cuando más se caldeaba el ambiente, era cuando estaba en el pueblo don Martín Gómez, al que habían distinguido con el don por aquello de vivir en Valladolid y pasar sólo temporadas en el pueblo. Era don Martín político nato y albista vehemente, de quien se decía por el pueblo, que se paseaba por Valladolid del brazo de don Santiago Alba. Por aquel entonces don Santiago Alba vivía exiliado en París por causa de la dictadura de Primo de Rivera.
Manuel Cepeda también era albista, o más bien liberal «abstracto», y por su indumentaria era una especie de hidalgo castellano, trasnochado y arrogante, un marqués de Bradomín, “valleinclanesco”
Había en San Román de la Hornija un boticario, natural de Olmedo, que se llamaba don Valentín, Don Valentín tenía una pierna ortopédica, que alguna vez había visto yo en la herrería de mi padre, para arreglar un remache o limar un roce, Yo la miraba y la tocaba con respeto, casi con más respeto que al resto de la persona del boticario. La botica estaba situaba en la Plaza Mayor, no lejos de la escuela, y en frente mismo de la botica, al otro lado de la plaza, tenía don Valentín una casucha donde guardaba un burrito pequeño, cano, con el que se desplazaba por el campo a la caza con reclamo de la perdiz.
Al lado de la botica, con sus cachorros y mostrador con balanza de platillos dorados, estaba el comedor, donde se reunían con el boticario el cura don Timoteo; el médico don ]uventino; el veterinario don Eulogio; el «hidalgo» don Manuel Cepeda y algún que otro rato el maestro don Faustino, natural de un pueblo de Avila.
En la rebotica, se hablaba de todo y sobre todo de política, pero cuando más se caldeaba el ambiente, era cuando estaba en el pueblo don Martín Gómez, al que habían distinguido con el don por aquello de vivir en Valladolid y pasar sólo temporadas en el pueblo. Era don Martín político nato y albista vehemente, de quien se decía por el pueblo, que se paseaba por Valladolid del brazo de don Santiago Alba. Por aquel entonces don Santiago Alba vivía exiliado en París por causa de la dictadura de Primo de Rivera.
Manuel Cepeda también era albista, o más bien liberal «abstracto», y por su indumentaria era una especie de hidalgo castellano, trasnochado y arrogante, un marqués de Bradomín, “valleinclanesco”
Vestía, Manuel Cepeda, botines y pantalón rayado y chaqueta oscura que en ocasiones sustituía por levita, de mejores tiempos, poblada barba blanca que apenas le dejaba entrever la corbata. Su estampa era de un auténtico hidalgo castellano venido a menos, con escudo sobre arco de piedra de su casa y viviendo de lo que ganaban sus hermanas que cosían para la gente y enseñaban a coser. También vivía en aquella casa otro hermano muy bajito y menudo, casi enano, empleado de la luz, a quien de vez en cuando veíamos con una caña deshaciendo enredos y los chicos llamábamos «Pitirús».
Un día, que el sol agobiante de abril castellano, entraba por la ventana de la escuela, después del recreo de la mañana, se oyó un griterío que venía de la plaza. El maestro se asomó a la ventana y salió corriendo hacia la puerta. Todos los chicos nos subimos sobre los pupitres, para escudriñar curiosos lo que ocurría fuera. Alguien de los mayores gritó de pronto: ¡Hala! Manuel Cepeda con la escopeta quiere matar al cura don Timoteo. Las mujeres han salido de casa con sus mandiles puestos y le gritan. ¡Qué valiente es el cura, ni corre ni se ha escondido!
El maestro trataba de quitarle la escopeta que llevaba con el brazo en alto gritando «a mí curitas no, que yo tengo la mejor escopeta de España». Don Timoteo, plantado frente a Cepeda, le miraba desafiante, en plan de reto, sin moverse. Todo se convirtió en agua de borrajas, Vocería mujeril, sonrisas irónicas en la rebotica y cada uno para su casa.
Otro día, que se celebraba la sesión de la rebotica al sol, a la puerta del boticario, un hijo de don Martín Gómez, funcionario provincial del fiel contraste de pesas y medidas, mi tío Federico, como yo le llamaba, porque así era, ya que su padre don Martín era hermano de mi abuela paterna, tras de una discusión de esas de política que se tramaban en la rebotica, con el secretario del Ayuntamiento, don Segundo, que era de Siete Iglesias, un poco primorriverista y un mucho «coñón», le propinó un par de «sopapos», como se decía por Valladolid, que sonaron a «h ... » como se decía por San Román.
Yo he aprendido aquí, en Cataluña, a sentir un poco de estimación por esa conciencia regional e integradora que sólo se me había manifestado en los majestuosos silencios de los atardeceres de mi pueblo y' en el amago de explosión intelectual sentido en tiempos anteriores a los aciagos días de la Guerra Civil, cuando sentíamos el común orgullo de haber tenido como hijos del pueblo a un Dean de Madrid que hizo construir unas escuelas católicas para pobres. Un vicecónsul de España en Veracruz (Méjico). Un catedrático de la Sorbona de París y una plétora de estudiantes, quizá no igualada por ningún otro pueblo de ese número de habitantes, diezmados por la bárbara contienda: Un abogado recién salido de la Universidad con el número uno, muerto en el Alto de los Leones; un ingeniero agrónomo, fusilado en Madrid; dos estudiantes de Medicina, hermanos, muertos en el frente de Segovia; dos maestros fusilados por los nacionales; un oficial de Telégrafos muerto de la misma manera. Y los que tuvimos la suerte de quedar vivos: un capellán del Ejército, un capitán médico, un teniente militar y algún otro insignificante como yo, que también disfrutamos del pequeño privilegio de haber sido un día estudiantes de San Román y profesionales en cualquier parte de la geografía de España.
No debemos olvidar, creo yo. que un muy ilustre pensador español contemporáneo, dijo: «En Castilla todo es pueblo y lo que el pueblo no ha podido hacer, se ha quedado sin hacer»
Un día, que el sol agobiante de abril castellano, entraba por la ventana de la escuela, después del recreo de la mañana, se oyó un griterío que venía de la plaza. El maestro se asomó a la ventana y salió corriendo hacia la puerta. Todos los chicos nos subimos sobre los pupitres, para escudriñar curiosos lo que ocurría fuera. Alguien de los mayores gritó de pronto: ¡Hala! Manuel Cepeda con la escopeta quiere matar al cura don Timoteo. Las mujeres han salido de casa con sus mandiles puestos y le gritan. ¡Qué valiente es el cura, ni corre ni se ha escondido!
El maestro trataba de quitarle la escopeta que llevaba con el brazo en alto gritando «a mí curitas no, que yo tengo la mejor escopeta de España». Don Timoteo, plantado frente a Cepeda, le miraba desafiante, en plan de reto, sin moverse. Todo se convirtió en agua de borrajas, Vocería mujeril, sonrisas irónicas en la rebotica y cada uno para su casa.
Otro día, que se celebraba la sesión de la rebotica al sol, a la puerta del boticario, un hijo de don Martín Gómez, funcionario provincial del fiel contraste de pesas y medidas, mi tío Federico, como yo le llamaba, porque así era, ya que su padre don Martín era hermano de mi abuela paterna, tras de una discusión de esas de política que se tramaban en la rebotica, con el secretario del Ayuntamiento, don Segundo, que era de Siete Iglesias, un poco primorriverista y un mucho «coñón», le propinó un par de «sopapos», como se decía por Valladolid, que sonaron a «h ... » como se decía por San Román.
Yo he aprendido aquí, en Cataluña, a sentir un poco de estimación por esa conciencia regional e integradora que sólo se me había manifestado en los majestuosos silencios de los atardeceres de mi pueblo y' en el amago de explosión intelectual sentido en tiempos anteriores a los aciagos días de la Guerra Civil, cuando sentíamos el común orgullo de haber tenido como hijos del pueblo a un Dean de Madrid que hizo construir unas escuelas católicas para pobres. Un vicecónsul de España en Veracruz (Méjico). Un catedrático de la Sorbona de París y una plétora de estudiantes, quizá no igualada por ningún otro pueblo de ese número de habitantes, diezmados por la bárbara contienda: Un abogado recién salido de la Universidad con el número uno, muerto en el Alto de los Leones; un ingeniero agrónomo, fusilado en Madrid; dos estudiantes de Medicina, hermanos, muertos en el frente de Segovia; dos maestros fusilados por los nacionales; un oficial de Telégrafos muerto de la misma manera. Y los que tuvimos la suerte de quedar vivos: un capellán del Ejército, un capitán médico, un teniente militar y algún otro insignificante como yo, que también disfrutamos del pequeño privilegio de haber sido un día estudiantes de San Román y profesionales en cualquier parte de la geografía de España.
No debemos olvidar, creo yo. que un muy ilustre pensador español contemporáneo, dijo: «En Castilla todo es pueblo y lo que el pueblo no ha podido hacer, se ha quedado sin hacer»