domingo, 4 de enero de 2009

Personajes ilustres de San Román de Hornija 1. D. Joaquín Barbajero Villar



"D. Joaquín Barbajero Villar fue Obispo de León"



D. Joaquín Barbajero Villar
Siempre he tenido una gran predilección por el apellido Barbajero, donde destacaron ilustres personajes eclesiásticos. Puede ser por la donación altruista de otro miembro: D. Bernardo Barbajero (Dean de la catedral de Madrid) a su pueblo de unas escuelas llamadas “católicas” donde aprendí a leer y escribir los primeros trazos (Agradecimiento y recuerdo a aquel gran y humilde maestro D. Bernardo Asensio); o también por ser residente en Alcalá de Henares desde el año 1975, Universidad donde estudiaron él y sus familiares: Francisco, Benito, Clemente,  Justo, Bernardo etc.. y donde su huella aun perdura. Hoy, para “San Román en el tiempo” publicamos la biografía y testamento de nuestro paisano D. Joaquín Barbajero que fue Obispo de León.





Catedral de león

PERSONAJES LUSTRES.1
Biografía de Don Joaquín Barbajero y Villar (1792-1863)

El Excmo. e Ilmo. Sr. Don Joaquín Barbajero, Obispo de León desde 1848 hasta 1863, nació en un pueblo vallisoletano llamado San Román de Hornija el 18 de agosto del año 1792 y murió ejerciendo su estado de Obispo el 26 de Febrero de 1863, en la ciudad de León. Era hijo de Don Ignacio Barbajero y de Doña Ana del Villar, vecinos ambos del citado y mencionado San Román.
La trayectoria de la vida de Don Joaquín Barbajero es verdaderamente enaltecedora, la cual quiero exponer con la mayor objetividad posible.
El tío de Don Joaquín, el Dr. P. Barbajero, tenía su cargo en la prestigiosa, por entonces, Universidad de Alcalá de Henares. Éste, al ver las estimables cualidades de su sobrino Joaquín, decidió llevarlo consigo para que realizase sus estudios junto a él. Joaquín consiguió una beca de gracia en el Monasterio de San Benito de Valladolid, y allí, luego que terminó los primeros rudimentos de leer y escribir, fue a estudiar gramática latina, que terminó con singular aprovechamiento.
El tío entonces lo llevó a su lado a la Universidad de Alcalá, donde se hallaba a la sazón de Catedrático, y en sus aulas cursó filosofía, leyes y cánones.
Por entonces las fuerzas napoleónicas se remplazan en San Quintín, el virtuoso Joaquín, como buen hijo de su pueblo español, decidió cambiar los estudios por la espada. Seis años de combates y batallas pusieron a prueba su heroísmo y su valor.
Volviendo a su Universidad bien pronto obtuvo el grado de Bachiller en las tres facultades, y el de Licenciado y Doctor en ambos Derechos. Después se le confirió el desempeño de varias Cátedras, a cuya propiedad hizo oposición después con brillantes ejercicios, pero no las obtuvo, sino que fue nombrado Rector del Colegio de los Verdes, cuyo cargo desempeñó con general aplauso.
Ordenado en 1818 de Presbítero fue nombrado poco después Fiscal Eclesiástico, luego Teniente Vicario y Examinador Sinodal de Ciudad Real; en, 1819 le ascendieron a Fiscal de la Visita Eclesiástica de Madrid; en 1820 de la Vicaría y en 1823 Teniente Vicario, cuyo cargo renunció en 1824, siendo inmediatamente nombrado Visitador Eclesiástico del partido de Illescas y Catedrático de disciplina del Colegio Imperial de Padres Jesuitas.
Más tarde hizo oposición a la Doctoral de Sigüenza, y el clero de Madrid vio partir a su hijo más ilustre, donde ascendió por los espinosos cargos de Provisor (que obtuvo interinamente), Subcolector de Espolios y Vacantes y Juez subdecano, singularizándose en todas sus altas misiones por su ardiente celo evangélico y la claridad de su admirable inteligencia.
Ascendido a la Silla episcopal de León, se propuso no desmerecer el renombre de sus gloriosos antepasados. A él le debe hoy el clero leonés la instalación de las Conferencias de San Vicente de Paul, la instalación de los P.P. Jesuitas en el de San Marcos, la erección de la Archicofradía del Inmaculado Corazón de María, la de la Guardia y Vela del Santísimo Sacramento, la Obra de la Santa Infancia, las misiones en diferentes épocas, los ejercicios religiosos del Clero, las Conferencias morales del mismo, las importantísimas mejoras del Seminario Conciliar, la instalación de las Hermanas de la Caridad en el Santo Hospital, en el Hospicio y en el Asilo de Beneficencia.
Un rasgo que caracterizó a este Prelado fue el desprendimiento, así cuando el valiente ejército español emprendió la campaña de África, viendo el Excmo. e Ilmo. Sr. Barbajero que en aquella guerra se interesaban la religión y la gloria de la Patria, dispuso que el Clero de la Diócesis se suscribiese por la cantidad de doce mil duros entregada de presente por vía de donativo, donativo extraordinario que sorprendió agradablemente a la Reina y a su Gobierno, pues sabían bien la pobreza del clero de León. La misma Soberana dio al ilustre Prelado diferentes testimonios de su real aprecio, entre otros el regalo de un precioso cáliz guarnecido de piedras de mucho valor, y la condecoración de la Gran Cruz de la Real Orden de Isabel la Católica en 9 de Marzo de 1858.
Don Joaquín murió el día 26 de Febrero de 1863 a la edad de 71 años a causa de una afección pulmonar. El día primero de Marzo sería enterrado en la actual Capilla de la Virgen Blanca, sita en el Altar Mayor de la S. I. Catedral de León.


TESTAMENTO DE DON JOAQUIN BARBAJERO, OBISPO DE LEÓN:

Sea notorio por esta escritura pública como yo, Joaquín Barbajero indigno Obispo de León, a presencia del escribano y testigos infraescritos, hallándome en mi sano y pleno juicio, pero temeroso de la muerte, que cuando menos piense, me ha de sobrevenir; ordeno formo mi testamento y última voluntad en la forma siguiente:
Creo con [...] firmísimo y confino con todo mi corazón todos y cada uno de los Misterios [...] Madre y Maestra de la Verdad, y en esta santa Fe he vivido siempre, protesto vivir y espero y deseo morir. Con la mayor humildad posible pido perdón a Dios nuestro Señor de todos los pecados gravísimos que he cometido en el discurso de mi vida; confiando como confío en que se habrá dignado perdonármelos por los méritos de la Pasión y muerte de Nuestro Señor Jesucristo, por la intersección de María Santísima, refugio seguro de los pobres pecadores, del Santo Ángel de mi Guarda, del glorioso Patriarca San José, del Santo de mi nombre, de los Santos Patronos de este Obispado, San Isidoro y San Froilán, y demás santos de mi devoción, cuya protección y amparo imploro desde ahora y siempre para el momento terrible de mi muerte. Pido también perdón a todas a aquellas personas a quienes haya hecho alguna ofensa o causado algún escándalo; así como perdono de todo corazón a los que a mí me hayan ofendido. Acepto con la mayor posible resignación todos los dolores, angustias y agonía de mi muerte, y la muerte misma, y desde ahora para entonces encomiendo mi alma a Dios y quiero [...] que sea, se entregue mi cuerpo al polvo de que fue formado, y amortajado que sea con las vestiduras correspondientes sea enterrado en la Capilla o sitio de mi Santa Iglesia Catedral que designe su Ilmo. Cabildo, y si falleciere fuera de esta Ciudad, en el sitio de la Iglesia más contiguo al altar de Nuestra Señora del Rosario.
Quiero que asistan a mi entierro la Archicofradía del Inmaculado Corazón de María Santísima, erigida con mi autoridad; otras cuatro Cofradías que designen mis testamentarios, abonándoles los derechos acostumbrados; veinticuatro pobres de los acogidos en el asilo de Mendicidad con hachas encendidas, dándose a cada uno Veinte Reales, y los niños del Hospicio, dándose dos mil Reales al establecimiento.
Encargo a mis testamentarios y a mi Secretario de Cámara que avisen de mi fallecimiento a los Sres. Arzobispos y Obispos Socios de la Congregación de Sufragios Mutuos, y a los Cabildos de las Santas Iglesias de Burgos y Sigüenza para la aplicación de las misas de hermandad.
Quiero que se celebren por el bien de mi alma y mis obligaciones, mil misas rezadas, con el honorario de seis Reales cada una, celebrándose las que se pueda en los días de mi entierro, exequias y honras.
Lego para la conservación de los Santos Lugares de Jerusalén y demás mandas pías forzosas, los derechos acostumbrados. Aunque los ornamentos pontificales que uso son de mi exclusiva pertenencia, por haberlas costeado a mis expensas, quiero que se reserven para mi sucesión los siguientes: Las capas pluviales, casullas con sus estolas, manípulos, bolsas de corporales, y paños de los cálices de las colores blanco, encarnado, y morado; las [...1, cáligas, sandalias de los mismos colores; las dos gremial, blanco y encarnado, una alba, un amito, y un cíngulo, una mitra preciosa, el bástulo de plata, el pectoral y anillo de amatistas, y un misal forrado el tafilete con broche de plata.
Siendo también de mi pertenencia los ornamentos sacerdotales que tengo en mi oratorio, quiero y es mi voluntad que la capa pluvial blanca y todas las casullas, a excepción de la de color negro con la que sea amortajado mi cadáver, con sus estolas, manípulos, paños de cáliz y bolsas de corporales se destinen para el servicio de culto en la Parroquia de mi pueblo San Román de Hornija, con más cuatro albas comunes, cuatro amitos, cuatro juegos de corporales, ocho purificadores, dos sabanillas de altar, las Sacras, Cruz y vinajeras de plata blanca y un copón de plata.
Declaro que todos los muebles y efectos, tanto sagrados como profanos, contentes en el Palacio Episcopal son de mi pertenencia, a excepción del altar portátil, las sacras que hay en el altar del Oratorio interior, un crucifijo grande que hay en mi cuarto de estudio, dos cuadros con reliquias que hay en ese dicho oratorio, mi sillón, los almohadones y paños de Sitial que sirven para el pontifical
Mando a mi Santa Iglesia Catedral el cáliz precioso que me regaló S.M. la Reina nuestra señora con la caja en que se custodia, y un misal forrado en terciopelo con broches, [...], y cantoneras de plata.
Mando a la Archicofradía del Inmaculado Corazón de María Santísima, sita en la Iglesia del Convento de Religiosas de la Concepción de esta ciudad, un cáliz y su juego de vinajeras de plata sobredorada con la caja en que se custodian, y la cruz y candeleros de metal blanco que hay en mi oratorio para el servicio del altar en que se venera la imagen de la patrona de dicha Archicofradía.
Mando diez mil Reales para el sostenimiento de la Casa de Misericordia o Asilo de Mendicidad de esta ciudad.
Mando cuatro mil Reales a la Conferencia de San Vicente Paul de hombres, y otros cuatro mil a la de mujeres establecidas en esta ciudad para los fines piadosos de su instituto.
Mando una onza de oro a cada una de las comunidades religiosas de esta diócesis y Abadía de Sahagún con el encargo de que manden celebrar una misa solemne con vigilia por el bien de mi alma. Mando cuatro mil reales a mi hermana Benita; dos mil reales a cada una de mis hermanas, María y Florentina; y quinientos reales a cada uno de mis sobrinos carnales casados. En el caso de que alguna de dichas hermanas o sobrinos fallecieren antes que yo, su manda respectiva debiera acrecer a mi herencia.
Mando a mi hermano Don Justo una docena de cubiertos de plata con sus cuchillos y mi reloj de bolsillo.
Mando a mi sobrina Bernarda otra docena de cubiertos de plata con sus cuchillos.
Mando a mis sobrinos Antolín y Andrés mi librería por partes iguales en lo posible, eligiendo con preferencia la suyo, el primero. Mando mil reales a Pedro Arcos, mi ayudante de cámara que ha sido; y quinientos a cada uno de los criados de mi servicio que lo fueren a mi fallecimiento.
Declaro que por disposición testamentaria de mis dos tíos Don Fr. Clemente Barbajero y Don Fr. Ildefonso Fernández, bajo la cual fallecieron, quedé por su único y universal heredero fiduciario y testamentario, y aunque ya está cumplida su última voluntad con la inversión de sus respectivas herencias en los objetos piadosos a que fueron destinadas, según recibo de la cuenta que he llevado, por si acaso después de mi fallecimiento hubiere algún residuo que recaudar y distribuir de la herencia de alguno de ellos, transmito mi derecho y acción al heredero mío que dejaré nombrado. Si entre mis papeles se encontrare alguna memoria testamentaria escrita de mi mano o ajena, firmada por mí con fecha o sin ella, es mi voluntad que se tenga por parte integrante de este mi testamento y se cumpla lo que en ella dispusiere.
Para cumplir lo piadoso de este mi testamento y lo que en dicha memoria ordenare, nombro por mis albaceas testamentarios a los señores Don Manuel Garrido y Don Mariano Brezmes, Arcipreste y canónigo penitenciario de mi Santa Iglesia Catedral; al Licenciado
Don Segundo Valfuesta, pro visor y vicario general, o al que lo fuere a mi fallecimiento; a mis actuales Secretario de cámara u Mayordomo Don Miguel Zorita Arias y Don Antonio González, o a los que fueren a mi fallecimiento; a todos juntos y a cada uno insolidum para que de los bienes que dejare iumplanto que dejo dispuesto o dispusiere, cuyo encargo les dure por el término legal y demás necesario, pues se lo prorrogo.
Y en el remanente de todos mis bienes habidos y por haber, créditos, derechos y acciones, instituyo y nombro por mi única y universal heredera, a mi hermana Andrea Barbajero, para que los haya y herede con la bendición de Dios y la mía, y en el caso de que yo sobreviviere a dicha mi hermana, instituyo y nombro por mis herederos fiduciarios a los relacionados mis albaceas y testamentarios, a todos juntos y a cada uno insolidum, encargándoles que formalizado el oportuno inventario de todos mis bienes, muebles, efectos y alhajas por [...] sin intervención alguna de la justicia, procedan a su venta como mejor les parezca y su importe le distribuyan en tres partes iguales; una para mis sobrinos Andrés y Bernardo, o el que de ellos me sobreviva; otra para el socorro de pobres y obras de Misericordia a su prudente juicio y dirección; y la tercera restante se invierta en misas y sufragios por el bien de mi alma y las de mis obligaciones sin que nadie pueda pedirles cuenta, pues lo prohíbo abiertamente.
Y por el presente revoco y doy por nulos y de ningún valor los testamentos que tengo otorgados, sin hacer de ellos mención específica, que quiero que queden sin efecto ni valor legal, y que únicamente se le tenga pleno y cumplido el presente, por el cual así lo otorgo y firmante el infraescrito escribano en la ciudad de León, a veinticuatro de Marzo de mil ochocientos cincuenta y nueve; siendo testigos llamados y rogados Don Baltasar Rodríguez, Cura Párroco de San Juan de Regla; Don Diego Hernández, Coadjutor de San Martín; y Don Venancio Ruiz, Vicario de San Lorenzo; y vecinos de esta ciudad; y el Excmo. e Ilmo. Señor Otorgante a quien doy fe conozco lo firmo, puesto con los testigos a mayor [...] y firme // entre renglones // Obispo de León // Valga //"

BIBLIOGRAFÍA CONSULTADA:
-
"Índice de los Colegiales del Mayor de San Ildefonso y menores de Alcalá "
(AUTOR: Dr. José de Rújula y de Ochotorena (Marques de Ciadoncha)
- Universidad Complutense
- EDITORIAL: C. S. I. C. (Consejo Superior de Investigaciones Científicas)
- Archivo Histórico Municipal de Alcalá de Henares.
- Archivo Catedralicio de León.
- Archivo Histórico Diocesano de León.

= Alfio Seco Mozo =

La rebotica de San Román de Hornija

LA REBOTICA DE SAN ROMÁN DE HORNIJA

La siguiente publicación la realizó el mismo autor en los años “90” en el Norte de Castilla. Dada la magnífica descripción, desde los recuerdos de un niño de 1925, de personajes y anécdotas de nuestro pueblo, la consideramos de gran valor para los objetivos que nos proponemos en “San Román de Hornija en el tiempo”. Así mismo, aprovechamos desde este humilde “blog” para dar a D. PRISCILO DEL PALACIO LÓPEZ (1915-2001) un homenaje póstumo. Docente, con toda su vida profesional en tierras catalanas, aunque siempre con el corazón y el cariño puesto en su pueblo.


PRISCILO DEL PALACIO LÓPEZ

Hay en mi memoria re­cuerdos del pasado que se hacen girones de se­quedad en la tierra grave de Castilla y clavan mi alma en la nostalgia de otros días más felices.
Había en San Román de la Horni­ja un boticario, natural de Olmedo, que se llamaba don Valentín, Don Valentín tenía una pierna ortopédi­ca, que alguna vez había visto yo en la herrería de mi padre, para arre­glar un remache o limar un roce, Yo la miraba y la tocaba con respeto, ca­si con más respeto que al resto de la persona del boticario. La botica es­taba situaba en la Plaza Mayor, no lejos de la escuela, y en frente mis­mo de la botica, al otro lado de la plaza, tenía don Valentín una casu­cha donde guardaba un burrito pe­queño, cano, con el que se desplaza­ba por el campo a la caza con recla­mo de la perdiz.
Al lado de la botica, con sus ca­chorros y mostrador con balanza de platillos dorados, estaba el comedor, donde se reunían con el boticario el cura don Timoteo; el médico don ]u­ventino; el veterinario don Eulogio; el «hidalgo» don Manuel Cepeda y algún que otro rato el maestro don Faustino, natural de un pueblo de Avila.
En la rebotica, se hablaba de todo y sobre todo de política, pero cuan­do más se caldeaba el ambiente, era cuando estaba en el pueblo don Martín Gómez, al que habían distinguido con el don por aquello de vivir en Valladolid y pasar sólo tempora­das en el pueblo. Era don Martín po­lítico nato y albista vehemente, de quien se decía por el pueblo, que se paseaba por Valladolid del brazo de don Santiago Alba. Por aquel enton­ces don Santiago Alba vivía exiliado en París por causa de la dictadura de Primo de Rivera.
Manuel Cepeda también era al­bista, o más bien liberal «abstracto», y por su indumentaria era una espe­cie de hidalgo castellano, trasnocha­do y arrogante, un marqués de Bra­domín, “valleinclanesco”
Vestía, Manuel Cepeda, botines y pantalón rayado y chaqueta oscura que en ocasiones sustituía por levita, de mejores tiempos, poblada barba blanca que apenas le dejaba entrever la corbata. Su estampa era de un auténtico hidalgo castellano venido a menos, con escudo sobre arco de piedra de su casa y viviendo de lo que ganaban sus hermanas que co­sían para la gente y enseñaban a co­ser. También vivía en aquella casa otro hermano muy bajito y menudo, casi enano, empleado de la luz, a quien de vez en cuando veíamos con una caña deshaciendo enredos y los chicos llamábamos «Pitirús».
Un día, que el sol agobiante de abril castellano, entraba por la ventana de la escuela, después del re­creo de la mañana, se oyó un griterío que venía de la plaza. El maestro se asomó a la ventana y salió corriendo hacia la puerta. Todos los chicos nos subimos sobre los pupitres, para es­cudriñar curiosos lo que ocurría fue­ra. Alguien de los mayores gritó de pronto: ¡Hala! Manuel Cepeda con la escopeta quiere matar al cura don Timoteo. Las mujeres han salido de casa con sus mandiles puestos y le gritan. ¡Qué valiente es el cura, ni corre ni se ha escondido!
El maestro trataba de quitarle la escopeta que llevaba con el brazo en alto gritando «a mí curitas no, que yo tengo la mejor escopeta de Espa­ña». Don Timoteo, plantado frente a Cepeda, le miraba desafiante, en plan de reto, sin moverse. Todo se convirtió en agua de borrajas, Voce­ría mujeril, sonrisas irónicas en la re­botica y cada uno para su casa.
Otro día, que se celebraba la se­sión de la rebotica al sol, a la puerta del boticario, un hijo de don Martín Gómez, funcionario provincial del fiel contraste de pesas y medidas, mi tío Federico, como yo le llamaba, porque así era, ya que su padre don Martín era hermano de mi abuela paterna, tras de una discusión de esas de política que se tramaban en la rebotica, con el secretario del Ayuntamiento, don Segundo, que era de Siete Iglesias, un poco primo­rriverista y un mucho «coñón», le propinó un par de «sopapos», como se decía por Valladolid, que sonaron a «h ... » como se decía por San Ro­mán.
Yo he aprendido aquí, en Catalu­ña, a sentir un poco de estimación por esa conciencia regional e integradora que sólo se me había manifestado en los majestuosos silencios de los atardeceres de mi pueblo y' en el amago de explosión intelectual sentido en tiempos anteriores a los aciagos días de la Guerra Civil, cuando sentíamos el común orgullo de haber tenido como hijos del pue­blo a un Dean de Madrid que hizo construir unas escuelas católicas pa­ra pobres. Un vicecónsul de España en Veracruz (Méjico). Un catedráti­co de la Sorbona de París y una plé­tora de estudiantes, quizá no iguala­da por ningún otro pueblo de ese número de habitantes, diezmados por la bárbara contienda: Un abogado recién salido de la Universidad con el número uno, muerto en el Alto de los Leones; un ingeniero agrónomo, fusilado en Madrid; dos estudiantes de Medicina, hermanos, muertos en el frente de Segovia; dos maestros fusilados por los nacionales; un ofi­cial de Telégrafos muerto de la mis­ma manera. Y los que tuvimos la suerte de quedar vivos: un capellán del Ejército, un capitán médico, un teniente militar y algún otro insigni­ficante como yo, que también disfru­tamos del pequeño privilegio de ha­ber sido un día estudiantes de San Román y profesionales en cualquier parte de la geografía de España.
No debemos olvidar, creo yo. que un muy ilustre pensador español contemporáneo, dijo: «En Castilla todo es pueblo y lo que el pueblo no ha podido hacer, se ha quedado sin hacer»